Sí es una leyenda su biografía pues siempre estaba de paso, actuaba en la plaza, pasaba la gorra, y seguía su camino dejando tras de sí un halo de admiración, que iba creciendo de boca en boca y ahí si nacía una leyenda. Son muchos los niños que al levantar cualquier cosa de peso decían «¡como Barbachei. El hombre foca!», imitando una de sus expresiones cuando se detenía ante un grupo de chavales a los que encontraba jugando al balón pues cuentan que fue un gran aficionado al fútbol. Se colocaba de portero y al detener el balón siempre decía: «Y detiene Ramallets», lo que hace suponer que sería barcelonista por su admiración hacia aquel excelente portero de los años 50 al que llamaban las crónicas El gato de Maracaná.
Parece lógica su pasión barcelonista pues de los pocos datos que parecen confirmados de su biografía, a medio camino entre la leyenda y las brumas de muchos recuerdos infantiles, se da por bueno que Barbachei era catalán de origen francés. Lo cuenta Blanco Falcón, que convivió con él en su infancia: «Su nombre real era Casimiro Pascual Cruañas. En la calle Trafalgar de Sant Feliu de Guixols era vecino de mi padre. Después de unas décadas fuera de la población, regresó a mediados de los años 70» y ya se hacía llamar con un nombre parecido al que dicen, tal vez catalanizado pues entonces respondía al nombre de Barbaché-Barbacoa pero mantenía el apodo de ‘El hombre foca’, y también incide en su pasión por el fútbol: «Se ganaba la vida con sus números circenses en los descansos de partidos de fútbol, verbenas u otros eventos locales». Así se explica que uno de los pasajes de su vida que contaba con orgullo era que una vez que tuvo que estar ingresado en el hospital de Oviedo y «su compañero de habitación fue Mario César Jacquet, un futbolista sudamericano del Real Oviedo a principios de los 70». El citado futbolista era paraguayo.
Por eso, la mayor afición de Barbachéi era saltar al campo en los descansos de los partidos , colocarse bajo palos de portero y que los niños le tiraran penaltis y poder gritar al detenerlo su frase favorita: «Ha parado Ramallets».
Señala su vecino que en el pueblo «siempre se le tuvo un gratísimo recuerdo. Era una buena persona a la que todo el pueblo apreciaba», pero también recuerda algún episodio que nos lleva a esa parte oscura de la recta final de su vida: «Tuvo algún episodio desagradable cuando cayó en el alcoholismo. Las monjas del hospital local lo apartaron de tal adicción».
Pero nos hemos ido al final de sus días sin haber recorrido sus años «de gloria» de plaza en plaza. Parece que se fue de Cataluña y tardó años en regresar, haciendo de Asturias y León los lugares más habituales para sus admiradas exhibiciones con los arados, las escaleras y hasta sillas con niños y adultos sentados en ellas. Nada se cuenta de ningún accidente, lo que hace creer en su pericia. Uno de los testimonios de su presencia en León es un capítulo del libro ‘Escenas de cine mudo’, de Julio Llamazares, en el que bajo el título ‘La vida en la barbilla’ recrea cuando Barbachei pasaba con su espectáculo por Olleros de Sabero, que es donde se desarrolla este libro. Ya en Asturias es Villalba quien añade un dato que en ningún otro lugar se ha comentado. «Voy a contaros una curiosidad que seguramente todos no conoceréis, Barbachei tenía seis dedos en cada pie, un día lo vimos en Senriella bañándose y doy fe que es verdad».
¿Leyenda sobre la leyenda?
El blog asturiano Aldea Recuperada, de la escuela de Parres, también le dedica espacio a este artista ambulante que parece que comenzó en el circo y su espíritu independiente le llevó a ir por libre. «Un hombre de mediana edad, complexión atlética, tez y cabello moreno, animaba con fuerte voz a cuantos pudieran oírle que acudieran a ver la actuación del sin par Barbaché, ‘El hombre foca’ como a sí mismo se definía.Había tomado una de las sillas de madera plegables que se usaban en los puestos de sidra que iban por las romerías. Tras armarla, la elevó por encima de su cabeza como pluma y la dejó al fin apoyada en equilibrio con una de las patas sobre el callo que tenía en la punta de su barbilla». Pero aquello no había hecho más que empezar. Después subió a unos muchachos en una silla e hizo lo mismo. «Le sacaron de una cuadra una de las ruedas del carro de vacas, de radios de madera de roble, calabaza de acacia y ancha banda de grueso acero. Con la misma facilidad la subió sobre el mentón y la mantuvo en equilibrio con los brazos en cruz. Heridos los mozos en su amor propio, arrastraron de una cuneta un poste que habían dejado los obreros de la ‘Electrica Bedón, al ser sustituido por uno nuevo.Entre cuatro se lo dejaron allí tirado, entre muchas risas y comedias, dando por sentado que con aquel palo habrían de desbaratar la actuación. Como si tal cosa, Barbaché,lo enderezó al cielo levantándolo entre los brazos y el pecho hasta depositarlo sobre el firme mentón. Después lo dejó caer con la misma soltura y elegancia que las veces precedentes».Ése era. Así pasaba por nuestros pueblos y así lo recordaban en este blog: «No exageras nada en lo que cuentas de ese hombre extraordinario, yo le vi sostener en la barbilla pesos mayores, que no podía subir sólo y tenían que acercárselos entre dos o tres paisanos. En el número de la escalera, después colgó arriba una silla con un hombre sentado. La primera vez lo vi en Almagarinos, en el Bierzo, estaba con mi abuelo que pesaba unos 130 kilos y quiso sostenerlo también sobre la silla, mi abuelo rehusó. La segunda vez lo vi en mi pueblo, San Justo de la Vega, con alardes parecidos. ¡Había pasado el tiempo pero me reconoció como el niño que iba con aquel hombre tan fuerte!...».
Otras noticias aseguran «vivió sus últimos años en Sant Feliu de Guíxolsen una cabaña en el bosque. Cuando bajaba al pueblo, ya muy mayor, haraposo, sucio y me atrevería a decir que la mayoría de veces algo bebido, levantaba sillas, vallas de seguridad y lo que hiciese falta al grito de «Otro número!...».
Su rastro se pierde con el paso del tiempo. Parece que el alcohol causó estragos en él. Julio Llamazares recupera en su novela de memorias infantiles en Olleros su trágico final después de encontrar su furgoneta abandonada en un pueblo de Soria, en la que aún se podía leer su nombre en letras rojas. Llevaba allí varios años, los mismos que le contaron al escritor que hacía que se había suicidado Barbachei, que se colgó de un árbol y fue enterrado en un rincón del cementerio, lleno de zarzas y ortigas, reservado en aquel camposanto para quienes explicaba su propio nombre: «El rincón de los suicidas».