¿Qué busca el viajero solitario por las sendas de lugares ignotos?
¿Disfrutar de una libertad que ya no se encuentra en los días repetidos, en las calles de una ciudad de Occidente, en la tiranía de los relojes, en los espacios reticulados, en el enjambre?
¿Encontrarse con la propia subjetividad? «Quizá yo también me persigo a mí mismo», escribe Javier Solana. Esa idea está ya en los antiguos filósofos griegos desde el ascenso de la oscuridad de la caverna hacia el mundo inteligible de las ideas. El viajero convierte su periplo en la búsqueda de parajes exteriores y a la vez escudriña su corazón.
Y en el trayecto irá encontrando las marcas que dejaron otros caminantes, las cicatrices negras de las hogueras, las huellas de rebaños; marcas que son los renglones con los que se escribe esa historia de nómadas y trashumantes. Se hunde en el fondo de los valles, camina escuchando el rumor del río. Días después va hacia las cumbres. Las montañas como metáfora de la idea de llegada y triunfo al culminar la cumbre más alta. Escribía Unamuno que el paisaje es metáfora, y que la metáfora es el fundamento de la conciencia de lo eterno, del ansia de inmortalidad.
Pero nuestro viajero desciende de nuevo, recorre ahora las laderas, llega a lugares donde sus pies descansan sobre la hierba, sigue leyendo el paisaje y sintiendo el paso del Tiempo en un cielo desierto, un tiempo que a veces –escribe– se apoltrona y al que hay que azuzar.
Y va hilvanando imágenes y sensaciones, tejiendo un tapiz con los hilos de las palabras. Toma notas. Fotografía. En todo este viaje hallará mundos de soledad y tramos abigarrados, una calle abarrotada que atraviesa el bazar, el silencio de los rebaños descansando en un descampado cercado entre sacos de forraje.
Tratará de que su mirada tenga la sensibilidad del poeta. Y escribe. Dice Michel Onfray: «Solamente la experiencia escrita permite rendir cuentas de la totalidad de los sentidos… Sólo el verbo contiene los cinco sentidos y más». Quizá sea la forma más adecuada de narrar un viaje. Impresiones fugitivas, pequeños versos, que titilan como esa luz intermitente que nuestro viajero puede ver deslizándose en línea recta por debajo de las estrellas.
Escribir y fotografiar. Haciendo acopio para el regreso. «Sólo yo tengo billete de vuelta», anota. Sigue arrastrando su mirada por el fondo de los días. Registrando en su cuaderno lo que ve. Como aquel joven Wordsworth que caminaba junto a las Musas y describía a las muchedumbres, a los aprendices ociosos, a las mujeres vagabundas, a los soldados dados de baja y a hojalateros, vendedores ambulantes y nómadas desplazados, y a búhos y cuervos nocturnos. Y eso cambió su poesía.
Igual que cambia el viaje al solitario –no al turista–, y lo impregna para siempre. Y aquellos destellos del camino estarán vivos en todos los momentos, se incendiarán a veces de nuevo, como dicen que sucede con los atisbos de eternidad.