‘Literatura barata’
Alejandro Cuevas
Menoscuatro Ediciones
Novela
176 páginas
16'90 euros
De sobra saben todos ustedes que, por lo general, mis reseñas literarias tienen algo de peculiar, de historia inspirada a partir o alrededor del libro que viene a cuento. O a novela.
Pues precisamente la novela que hoy viene a cuento no puede motivarme más para iniciar esta andadura lingüística remontándome a mis orígenes literarios. Unos orígenes que no tienen que ver con escribir libros, sino con venderlos.
Sí, porque como uno de los dos protagonistas de esta novela, al que llamaremos «el narrador omnisciente» y que en la primera parte de la obra será secuestrado, me inicié en el mundillo comercial –y antes de vivir, como si fuera «un gigoló», del cuento, por los pelos y de las mujeres (durante casi cuarenta años he compaginado la venta de productos cosméticos en peluquerías de señoras con la escritura de relatos breves)– asaltando domicilios a puerta fría, tratando de enjaquimarles enciclopedias generosas en número de tomos a matrimonios recién casados con los estantes todavía vacíos de los muebles bar con los que familiares inminentes les habían tapizado la pared principal del salón como regalo de bodas, o a padres con hijos en edad escolar que necesitaban documentación en la que ampararse para realizar sus exigentes trabajos del cole.
En ninguno de aquellos casos, y menos en los de los matrimonios todavía sin ensamblar, el contenido de las enciclopedias era importante. Como aprendí enseguida, lo fundamental radicaba en conocer el color de los lomos de piel de cada colección y sus medidas exactas, por lo que, además del folleto explicativo (entonces no había tabletas ni portátiles, y todo se mostraba a base de papel y tinta multicolor) era imprescindible llevar un metro en el bolsillo, para comprobar si la tacada enciclopédica encajaba en un armario y si el color de sus tapas hacía juego con los cortinones del comedor.
Dirán ustedes que estoy exagerando, pero no es así. De hecho, una remesa de enciclopedias llegó defectuosa al almacén de la distribuidora para la que trabajaba. La mella consistía en que a uno de los volúmenes (creo que era el primero) le faltaba un cuadernillo de 16 páginas, por un fallo de encuadernación. La editorial al descubrir la mácula nos repuso los ejemplares en perfecto estado y yo me dispuse a sustituírselos a sus compradores por los que les habíamos entregado incompletos. Aquí no estamos para perder tiempo, me recriminó mi inminente superior al observar mi maniobra, sólo le cambiaremos ese tomo a los clientes que lo reclamen. Imagínense cuántos matrimonios, recién casados o paternales, repararon en el expolio de páginas relacionado con la mitología de la antigua Grecia.
Pero, por si eso fuera poco, me tengo que sentir forzosamente identificado con el protagonista masculino, porque, como él, ingiero una sarta de pastillas, grageas y comprimidos cada día, me gano la vida (o lo intento) corrigiendo manuscritos de otros y creando mis propias historias y, además, igual que él, soy alérgico a infinidad de alimentos, a bastantes de manera tópica y a uno en concreto de manera letal. Pero no alumbraré ahora más detalles a ese respecto, no sea que les suministre a algunos de mis enemigos literarios, o a mis acreedores, recursos para retirarme de la circulación «de forma natural y nada sospechosa».
Con Dolores, la otra protagonista de la historia, no me unen demasiados vínculos coincidentes. Hasta donde yo sé, ni soy mujer ni he estudiado filología eslava para terminar limpiando escaleras, portales y baños ni he tenido un novio abducido y aniquilado por una cuadrilla de extraterrestres. Quizás, en lo que coincido con Dolores es en que no me importaría irme a vivir a París, como Borges o como Cortázar o como tantos otros escritores, para dedicarme a vivir, de verdad, del cuento (o de las novelas).
Pero mientras tanto, ella reside en Berenice, una ciudad ficticia donde beber agua del grifo induce al suicidio –las ramas de los árboles están llenas de personas que cuelgan de ellas, como muñecos de chocolate en un abeto navideño–, donde la policía va ataviada con trajes de payaso y pelucas de colores rechiscantes, y donde hay incluso líneas de metro en las que se producen fenómenos paranormales.
Para quienes hayan disfrutado de las anteriores novelas de Cuevas –‘Comida para perros’, ‘La vida no es un auto sacramental’, ‘La peste bucólica’, ‘Quemar las naves’ o ‘Mi corazón visto desde el espacio’– no les resultará extraño que afirme que se trata de uno de los autores españoles contemporáneos más reconocibles por su proverbial forma de manejar el lenguaje, ágil, actual e incisiva; por la ácida ironía de muchas de las situaciones o las descripciones, que con frecuencia llevan al lector a la carcajada; y porque sus argumentos, la manera de plantearlos y de culminarlos, no pueden ser más originales. Y cuidado, porque partiendo de la base de que resulta mucho más difícil hacer reír que llorar, la literatura de Cuevas no es para nada ligera ni simple ni barata. Todo lo contrario, desde un punto de vista crítico se trata de un autor con una capacidad de análisis propia y desvergonzada, pero absolutamente lúcida (y con frecuencia algo pesimista). Y desde esa capacidad, rara es la página en la que no surge una andanada en la línea de flotación de las convenciones sociales, de los comportamientos humanos o del modo en que se mueve (o se camufla) el actual mercado editorial.
No llega la novela a las ciento ochenta páginas, pero en ellas he agotado la tinta de un «pilot» subrayando frases, pasajes, diálogos o ideas y he tenido que bajar dos veces a la tienda de los chinos de la esquina para reponer mi munición de adhesivos fosforitos que me han ayudado a marcar la mayoría de esas páginas. Con eso lo digo todo.
Y no quiero contar mucho más, por respeto a la voluntad del autor, al que hace poco escuché decir en una presentación que no quería que se desvelaran demasiados detalles de la novela, porque así el lector podrá sorprenderse con cada giro inesperado de guion, con la evolución del secuestro o de las relaciones personales de Dolores y su presunta mala fortuna.
Eso sí, no den nada por sentado. A lo largo de estas páginas gramíneas y desvinculadas de cualquier paja de relleno a uno le puede dar por imaginarse varios desenlaces que, poco después, maldita la gracia, serán defenestrados por el autor, como se arrojan al vacío desde las ventanas los habitantes de Berenice, cuyo gentilicio desconozco, y por eso no utilizo.
Una última cosa al hilo de la trama, y que extraje como conclusión íntima cuando impartía talleres de escritura creativa: esas reuniones literarias, más que para crear escritores sirven para quedarse luego a tomar unas cervezas acompañadas con unas tapas de calamares en su tinta (de lata, seguramente) o para ligar. Y ya, con eso, demasiadas pistas –o no– les estoy dando a los que tengan aspiraciones de convertirse, como yo ahora, en narradores omniscientes.
Pero, si después de atender esta retahíla de afinidades confesas y vaguedades difusas, todavía les apetece enredarse con la novela, no se vuelvan atrás. Bendita la gracia que les va a hacer su lectura.