Berlín Mechanical Men (III)

La Nueva Crónica continúa la publicación de este relato incluido en la antología steampunk ‘Retrofuturismos’, de la editorial Nevsky Prospects. Cada martes habrá una entrega en las páginas del periódico. Los capítulos ya publicados están en www.lanuevacronica.com/verano

Noemí Sabugal (texto) / Pablo J. Casal (ilustración)
22/07/2015
 Actualizado a 01/09/2019
Berlín Mechanical Men. | Pablo J. Casal
Berlín Mechanical Men. | Pablo J. Casal
Cuando un hombre habita un despacho transparente parece que no tiene nada que ocultar. Tampoco cuando hay decenas de papeles desperdigados en su mesa, que cualquiera puede curiosear de un vistazo, pero Mary siempre había desconfiado de las primeras impresiones. El señor Stein era un pájaro famélico y calvo metido en una jaula de cristal. Tenía más de setenta, edad que negaba con los movimientos elásticos propios de un cuerpo más joven. El señor Stein se cuidaba.

Estaba en el centro exacto de la habitación, peinada por rayos luminosos, y les esperaba ya con la mano en alto, los dedos extendidos con avidez.

-Siéntense, por favor -invitó, pero él se quedó de pie, apenas apoyado un lateral del cuerpo contra la enorme mesa de los papeles. -Ya era hora de que tomaran en serio la investigación. Su anterior compañero, el inspector Meyer, no hizo gran cosa -dijo Stein.

Mary guardó un discreto silencio. Meyer, vaya.

-Como comprenderán, no estamos preocupados por el desmantelamiento de setenta robots, nuestra producción supera el millar de unidades al día, pero sí por la mala publicidad que produce -afirmó Stein en el habitual nosotros del hombre de empresa-. Ya han visto las manifestaciones de ahí fuera y sabemos, y esto sí nos inquieta, que hay fábricas que están volviendo a contratar a sus antiguos trabajadores -Stein se apartó de la mesa, la rodeó con agilidad y se les quedó mirando desde el otro lado-. El coste de un robot es elevado, pero compensa. Sin embargo no sale rentable si a los pocos meses debe uno comprarse otro nuevo. Porque los robots son sólo lata. Lo verdaderamente valioso es su mecanismo, precisamente lo que están robando.

-¿Para qué pueden quererlo? -preguntó Mary.
Stein alzó sus cejas transparentes.
-Prefiero que se lo explique Fritz.

Fritz Friedler o FF era el ingeniero robótico jefe de Berlín Mechanical Men. Un tipo con cabeza de huevo, flaco y de abundante pelo blanco recogido en una coleta en la nuca. Al lado de Stein eran la misma cara con esa única diferencia pilosa.

Friedler entró en el despacho seguido por una mujer metálica de una hermosura fulgente, con las piernas largas y una ridícula falda azul sobre el falso sexo. El pecho estaba descubierto, con los senos apuntándoles como dos armas pulidas o dos lunas gemelas. Friedler llevaba un guardapolvo también azul y elevó su mano para saludarles.
Krause alzó la suya, pero se quedó con ella en el aire, estática, cuando vio los dedos cromados del ingeniero jefe y las dos ruedas dentadas que giraban silenciosamente en el dorso de la mano. FF sonrió, bajó la mano mecánica y les ofreció la otra.

-Perdonen -se disculpó mientras estrechaba la mano fría de Mary-. Les aseguro que nunca le he gangrenado el brazo a nadie, pero siempre me olvido de la aprensión que produce. Sigo siendo diestro, qué le vamos a hacer.
Krause se revolvió su jabonoso pelo naranja mientras le preguntaba cómo había perdido la mano.

-Me explotó la caldera de uno de nuestros primeros prototipos -explicó Friedler. Puso la mano ante su cara y movió los resplandecientes dedos-.Estoy muy orgulloso de ella y además resulta muy útil en el taller de montaje. Es igual que la de nuestros robots, pero activada por las conexiones nerviosas.

Krause se sintió satisfecho con la aclaración y volvió a mordisquear su lápiz.

-Querría que le explicases a la inspectora el mecanismo de nuestros robots; hasta donde se pueda contar, claro -apuntó Stein, y se quedó en silencio al otro lado de la habitación, como la araña que acecha desde la esquina del techo.

Friedler asintió. Levantó la falda de la mujer metálica y buscó un interruptor que tenía en un compartimento bajo el ombligo ficticio. Las luces amarillas de sus ojos se apagaron. El ingeniero sacó una especie de destornillador del índice de su mano artificial y empezó a manipular bajo los pechos de la mujer.

-Este robot es el mismo modelo que los atacados la pasada noche. Es uno de los más sencillos, pero la maquinaria es semejante al resto, con algunas variaciones de resistencia y durabilidad en los modelos de más alta gama -explicaba Friedler mientras iba soltando la plancha metálica que cubría el estómago de la mujer. Cuando acabó todos pudieron ver las tripas del robot, una confusión de válvulas y ruedas, bielas y relés-. Aquí está la joya de la corona -señaló Friedler-, nos costó 15 años desarrollar esta preciosidad y a mí una mano.
-¿Por qué se llevan el mecanismo? -preguntó Mary.
Friedler la miró fijamente.
-Podría haber muchos motivos. Tal vez para copiarlo, pero eso no es lo más difícil. El conjunto de elementos que está viendo no son más que una máquina vapor-eléctrica como las que usan los coches. Eso sí, muy sofisticada. Sólo en las oficinas de la compañía se pueden abrir nuestros robots, con un destornillador especial. Sin embargo, un buen golpe… en fin. Pero tal vez lo que les interese sea esto.

Friedler extrajo algo de un cajetín plateado, justo en el lugar donde hubiera debido estar el hígado, y abrió la mano mecánica para mostrárselo.

Era un disco redondo y negro, con el tamaño de un posavasos y un par de centímetros de grosor. Uno de los bordes estaba ligeramente gastado y soltaba un polvillo oscuro sobre la brillante palma del ingeniero jefe.
-Ése es el secreto de nuestro éxito -susurró Stein desde la esquina, a sus espaldas-. El motivo por el que el Gobierno alemán nos ha concedido el monopolio de la fabricación de robots en todo el país. No digo que los sistemas de otras compañías no sean buenos, pero éste es insuperable.

-¿Qué es? -inquirió Krause.
-El combustible, por supuesto. Una mezcla de carbón y… ¡ah, secreto! -exclamó Stein, jugando a alquimista.
-Tiene una duración de cuatro meses y un precio bajísimo -añadió Friedler-. Nuestros robots sólo necesitan esta pastilla y un poco de agua cada dos semanas para evitar la que se pierde en la condensación. Vamos, el mismo mantenimiento que una planta. Eso sí, para conservar la garantía de diez años que ofrecemos, recomendamos que los robot pasen una revisión al trimestre. No suponen ningún inconveniente para sus dueños, ellos mismos se trasladan a alguna de las mil oficinas que tenemos en Berlín, siete mil en toda Alemania.
-Es entonces cuando se producen los atentados -apuntó Stein.
Mary se volvió hacia él.
-Es decir, que creen que quieren robarles su… secreto.
Stein abandonó la esquina y dejó que la luz le rascara la despojada cabeza mientras volvía a la mesa de los papeles.
-Es solo una suposición. Y tenemos un nombre, aunque negaré haberlo dicho: Marvin Suprautómatas Gesellschaft.
-¿Quiénes son? -preguntó la inspectora.
-La compañía a la que le hemos arrebatado el contrato del Gobierno durante los próximos veinticinco años. Su robot estaba basado en un modelo puramente mecánico.
El ingeniero jefe arrugó la nariz con desprecio.
-Muy lento, muy poco resistente -afirmó.
-¿Sólo desconfían de ellos? ¿Ninguna otra empresa se presentó para obtener un contrato tan jugoso?
Stein meneó la cabeza.
-Sí. Fuimos cuatro empresas. La nuestra era, gracias a Fritz, la que más posibilidades tenía de ganar gracias a la sofisticación de nuestro mecanismo. Pero llegamos a un acuerdo con otras dos a cambio del 5% de las acciones de la compañía. Con la empresa del señor Schneider para utilizar sus altos hornos y con la del señor Busch, que nos suministra algunos componentes para nuestras ‘pastillas mágicas’.


El túnel que crea el ferrocarril aéreo a su paso por Voltairestrasse es un lugar sucio y lleno de carteles arrancados que han convertido en su lugar de reunión. El espectro espera y golpea con el pie, aburrido, uno de los papeles que cubren el suelo. Lleva todo el día dando vueltas por la ciudad nevada, como un idiota. Sabe que no es el único. Los bancos públicos están llenos de idiotas como él. Bajo este mismo puente una docena de ellos dormirá esta noche, sobre los papeles sucios, sordos ya al paso del tren sobre sus cabezas. En la mochila que tiene a la espalda lleva todo que necesitan. Pesa mucho la mochila y le tira de los músculos de los hombros, pero no se atreve a dejarla en el suelo. Mira el reloj de bolsillo heredado de su hermano y vuelve a maldecir. Sin disciplina no llegaremos a nada, masculla. Pero Sven ya se acerca desde el principio de la calle. Lleva las manos en los bolsillos y silba, como si esa fuera una noche cualquiera.



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