La mirada de la chica era tan inmóvil como la de un animal, no tenía expresión. Tras sus orejas enormes colgaba un cabello escaso y oscuro que parecía una crin. La chica le había puesto entre las manos una especie de collar de cuentas azules que la inspectora abandonó sobre la mesita.
-No sé qué es -dijo.
-Un rosario -explicó la chica.
-¿Y para qué sirve?
La chica no le había contestado y ahora la miraba. Fijo. Como si quisiera leer en ella.
Pietro Maquiel era un italiano melancólico al que todos llamaban el Guía. La hizo pasar a un despacho lóbrego y lleno de cruces de cinco brazos donde la siguieron los ojos de la mujer-caballo. Maquiel cerró la puerta y Mary sintió como si se le hubiera acabado el oxígeno de los pulmones. El sitio producía una sensación de ahogo y opresión. Era como estar en una caja para mascotas sin agujeritos de respiración. Sólo había una ventana minúscula detrás de Maquiel y estaba cerrada.
El líder de los Postcatecúmenos cruzó los dedos por encima de la mesa.
-Perdone que la haya hecho esperar -dijo-. Estaba en comunicación con alguien importante -y señaló el techo.
Mary miró hacia arriba, pero se dio cuenta de su estupidez.
-Entiendo, no se preocupe -contestó, sintiéndose idiota-. Supongo que imagina el motivo de mi visita.
El Guía cerró los ojos y suspiró.
-A nosotros no nos gusta la violencia. Es contraria a nuestra fe.
-Sin embargo, sus seguidores han destrozado cristales de las oficinas de Berlín Mechanical Men y cada vez que atacan a robots salen a la calle a celebrarlo.
-No hemos dañado a ningún ser humano. Los robots no son humanos.
Su voz era profunda y arrebatada, como si no le estuviera hablando sólo a ella, sino a una multitud invisible.
-Son los anti-humanos -continuó-. La creación del demonio de la avaricia y la simulación. Los robots llevarán nuestra sociedad al desastre y llegará el día, créame, en el que rendiremos cuentas. Los robots están confundiendo los límites de la vida. Estamos jugando a ser dioses -Maquiel pasó las manos por su abundante cabello negro y meneó la cabeza-. Como esas robots de Oranienburger… ¡una aberración, una corrupción de nuestro espíritu!
-¿Prefería cuando eran mujeres de verdad?
Mary se dio cuenta de que había metido la pata. Aquel hombre hablaba de vida y espíritu, pero sus ojos revelaban a un fanático capaz de cualquier cosa.
El Guía la miró muy serio. Ahora sí se cerraría en banda.
-Por supuesto que no -contestó.
Esto no me va a servir de nada, pensó Mary. Estoy totalmente perdida. Claro que este tipo y sus acólitos estarían encantados de destruir robots, ¿pero cómo demuestro que son ellos o cualquier otro? Estamos perdidos, se repitió.
Todo el día había sido un desgaste de tiempo y energías. Desde la entrevista con el director general de Marvin Suprautómatas Gesellschaft esa mañana a la absurda conversación que estaba teniendo con aquella especie de profeta.
Dieter Wulff, dueño de la empresa competidora de Berlín Mechanical Men, había movido la cabeza con incredulidad cuando ella le había preguntado si la destrucción de los robots le beneficiaba.
-¿Por qué iba a beneficiarme? Yo ya he perdido el contrato de mi vida, inspectora, y mi compañía se ha olvidado de los robots. Ahora nos dedicamos a las máquinas autómatas para el sector automovilístico.
Perdidos. Aún más después del atentado de esa noche en uno de los altos hornos de Schneider y que sólo significaba una cosa: los que estaban detrás de los ataques a los robots habían ampliado su campo de acción. Estaban organizados y tenían recursos. Pero los enemigos de los robots eran demasiados. Menos las empresas que se beneficiaban de aquellos obreros incansables que nunca se ponían enfermos, los bancos que las respaldaban y los tarados de los Prorrobóticos, que los consideraban sus «hermanos», todo el mundo parecía estar en contra de los robots.
-…nosotros creemos en un mundo mejor, más luminoso, creemos en un Dios que modeló el hombre a su semejanza y no a un robot como copia de éste y no podemos permitir… -divagaba Maquiel.
Estaba cansada. Y detrás de la silueta luminosamente negra del Guía, al otro lado de la ventana, comenzaba a nevar.
La luz de las farolas fluía hasta el suelo como a través de grifos abiertos. Bajo su claridad las cabezas de los transeúntes se incendiaban un momento hasta que la sombra volvía a apagarlas. Los robot-basureros vaciaban las papeleras y extendían sal sobre los pasos de peatones. Mary se puso los guantes y apretó el paso hacia casa. Sólo tenía ganas de llegar, tomarse un vaso de leche caliente con whisky y poner los pies descalzos en la mesita del salón. Las luces de los Plus-Hindenburg rompían la oscuridad del cielo, las rodadas de los vehículos hacían lo mismo con la blancura de la calzada. Blanco sobre negro, negro sobre blanco.
Llegar a casa, beber algo y adormilarse en el sofá. No pedía más. Pero ante la puerta la esperaba el chico, soplándose las manos para entrar en calor. No se atrevió a echarlo, seguramente llevaba horas esperando.
-Te he enviado un mensaje al telecomunicador, pero supongo que no lo has visto -sonrió él, después de darle un beso.
Tan bueno, tan comprensivo. No había nada más obstinado que la bondad.
Así que el vaso de leche se convirtió en dos y también había dos pares de pies frente al fuego falso de la pared. Mary, agotada por el día, tenía que reconocer que encontraba alivio en hablar con el chico. Quizás debía empezar a preocuparse, o la relación estaba llegando demasiado lejos.
-No sabemos nada, no hay ninguna pista -le confesó.
Le habló de Stein, Schneider y Busch. Del líder de los Postcatecúmenos y del director general de Marvin Suprautómatas. El chico escuchaba con atención mientras le acariciaba la mano, después recogió los vasos, los lavó rápidamente y la acompañó a la cama. Insistió en ayudarla a quitarse las botas, pero eso era ya demasiado. Sin embargo la bondad es obstinada y difícil de resistir y si la bondad te besa en la frente desearás que no pare, porque eso te hace sentir bien, y después querrás más, así que al final acabaron desnudándose y Mary pensó que de esa forma no iba a conseguir que él no se enamorara.
Estaban a punto de dormirse, en ese momento en el que las ideas del día flotan ante los ojos sin ningún orden, cuando él se acordó.
-¿Sabes? -murmuró-. Creo que he visto algo parecido a lo que me dijiste, esa pastilla oscura de combustible. En casa de mi hermana.
El primer día que los hombres metálicos entraron en la fábrica nadie podía dejar de reír. Imitaban sus andares entrecortados, la vacilación de sus resplandecientes cabezas. Eran tan estúpidos como parecían, fueron un juego. Pero a medida que los días pasaban y los compañeros iban siendo reemplazados por aquellos cachivaches de lata, la rabia se fue adueñando de ellos y el odio a los robots se convirtió en una sustancia pegajosa en sus estómagos que no les dejaba ni comer.
El espectro se vuelve hacia el otro lado y trata de descansar de los nervios de la noche pasada, pero no es capaz. Su padre trastea en la cocina, lavando platos, haciendo café, manteniéndose ocupado.
Los hombres metálicos eran indiferentes a todo, claro está. Ya podían ellos insultarles, que no tenían oídos, o golpearles, que no sentían nada.
Pronto empezaron a ocurrir accidentes. Un mazo caía sobre el pie de un robot y había que repararlo o se quedaba amputado de una mano en la sierra mecánica. La dirección de la empresa puso a otros robots a vigilar y advirtió de que cualquier obrero que dañara a un robot, aunque fuera por descuido, sería despedido de inmediato.
Hasta el día en que no hizo falta vigilancia. Había ya más robots que hombres y el número de éstos no dejaba de descender. Los compañeros que se habían quedado en la calle montaban jaleo a las puertas de la fábrica, pero eso no le importaba a nadie, los robots nunca salían de allí más que para sus revisiones. No tenían casas a las que volver. Su hermano y él se reunieron con los despedidos tres meses después de la entrada del primer robot. Como los demás, gritaban y prendían hogueras, pero no servía de nada. Tampoco conseguían otro trabajo porque en todos los sitios ocurría lo mismo. Los parados eran multitudes que paseaban con las manos en los bolsillos y mirando escaparates, tan numerosos que se tropezaban por las aceras en las horas centrales de la mañana, cuando nunca habían conocido la ciudad.
El maldito sueño no acude. El espectro mira por la ventana cómo cae la nieve y se pone la colcha por encima de las orejas. En la primera reunión, rememora, sólo estaban Sven, su hermano y él y otros cuatro tipos. Se dieron a sí mismos el nombre de Neoluditas.