Berlín Mechanical Men (VII)

La Nueva Crónica continúa publicando este relato de Noemí Sabugal, ilustrado por Pablo J. Casal, e incluido en la antología 'Retrofuturismos', de la editorial Nevsky Prospects

Noemí Sabugal (texto) / Pablo J. Casal (ilustración)
19/08/2015
 Actualizado a 01/09/2019
Berlín Mechanical Men. | Pablo J. Casal
Berlín Mechanical Men. | Pablo J. Casal
BERLÍN MECHANICAL MEN

Sobre el vestido de la niña había una mancha pringosa que nadie parecía ver. El niño se comía un puño. Ambos estaban inmóviles y la miraban, descalzos sobre el suelo de la cocina. Sus ojos eran idénticos a los ojos de su madre, que se deshacía en atenciones con Mary, la sentaba a la mesa y le ponía un café y unas galletas caseras. Su marido, silencioso como los niños, revolvía el líquido negro sin mirarla, con esa vergüenza injustificada de los pobres. Ambos llevaban más de año sin trabajo y las cosas, confesaron, se estaban poniendo muy difíciles.

-Robert nos ha hablado mucho de ti -dijo la mujer, que era sonriente e inquieta, lo contrario que el resto de la familia. El barco, tal vez, que la mantenía a flote. Ese tipo de barcos que sólo se permiten naufragar cuando la puerta del baño está cerrada y los demás duermen.
-Teníamos muchas ganas de conocerte -añadió.

Robert sonrió y le cogió la mano por encima de la mesa. Hubiera resultado violento retirarla, y Mary no lo hizo.

Acabaron el café y las galletas mientras los niños jugaban, como desganados, con un par de coches que chocaban una y otra vez. Después la mujer les condujo al cuarto de la caldera, donde estaba la ropa por lavar, un biombo roto, las cunas de los críos cuando eran pequeños y la bicicleta del marido, y señaló hacia una esquina.

Allí estaba el centro energético de la casa y eran, sin duda, las entrañas de un robot, su compleja maquinaria de válvulas y ruedas, con los cables unidos al cuadro eléctrico de la vivienda. La hermana de Robert abrió el cajetín plateado y la pastilla de combustible, incandescente, apareció ante ellos como una joya de fuego.

-No sé qué máquina es -susurró la mujer, nerviosa-, pero la usamos como generador. A nosotros hace tres meses que nos cortó el suministro la compañía y si no fuera por mi hermano no tendríamos ni qué comer. Espero que no sea ilegal ni nada de eso -balbució.
-No te preocupes -mintió Mary-. Sólo quiero saber dónde la has conseguido.
-Bueno, hay varios sitios. Yo se la compré a una anciana que las vende en Hansaplatz. No sé cómo se llama.

Y sí. Tal vez no tenía más de sesenta, pero la vida la había maltratado tanto que la cara seca y los ojos cansados parecían pertenecer a una mujer mucho mayor. El cabello, totalmente blanco, consolidaba su falsa ancianidad. Empujaba el carrito oxidado de un antiguo puesto de helados y de vez en cuando se detenía para frotarse las manos y que entraran en calor.

Mary decidió ir sola con Robert, sin informar al comisario Müller ni a Krause. No quería que la buena mujer acabara entre rejas. Aun así, cuando vio el distintivo policial y le pidieron que les mostrara la mercancía, tuvo tal ataque de nervios que debieron llevarla hasta un banco. El carrito estaba lleno de tripas de robot, Mary contó once. No hizo falta insistir para que les dijera dónde las había conseguido.

-Se llama Sven, es un chico simpático que vive en Friesenstrasse. Las construye él mismo -afirmó la mujer.



Sabía que los robots no habían matado a su hermano. Los robots estaban construidos por humanos y eran humanos los que se daban a sí mismos la sociedad de mierda que habían conseguido, piensa con furia mientras pela cables y coloca las máquinas en fila. Pero alguien tiene que pagar por Hans, por lo que está pasando, masculla.

Llevan seis horas sin parar y tiene los músculos de la espalda agarrotados. Sólo quedan ellos dos, los demás ya hace tiempo que se han ido. La nuca mojada de su amigo muestra que él también está exhausto.

-¡Eh! Deberíamos dejarlo por hoy -le dice.

El otro asiente y bebe un largo sorbo de cerveza caliente.

Hans no tuvo suerte, nunca la había tenido. Un tratamiento demasiado costoso, en esos tiempos. Pero las cosas podían haber sido muy distintas… si no hubiera sido por los robots. Por eso, cuando su hermano murió, él se convirtió en el espectro, porque la vida, aquella vida que llevaban ahora, era sin duda la vida de los fantasmas.
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