En 1963, dos años después de que la Unión Soviética mandara al espacio al primer hombre, Yuri Gagarin, a bordo del Vostok 1, Anthony Burgess publicaba ‘Miel para los osos’, novela que narra las peripecias de un anticuario londinense en Leningrado, donde se ha desplazado con su mujer para vender a un intermediario un montón de vestidos de dralón. Las cosas se tuercen, la policía descubre la operación, y acaba en una comisaría con varios dientes menos. Solo – su compañera le abandona por una médico rusa – y sin dinero, acepta viajar de vuelta a Inglaterra, a cambio de 500 libras, en compañía del supuesto hijo disidente de un famoso compositor que, disfrazado, se hace pasar por su mujer. La novela termina en un bar de Helsinki con el protagonista preguntándose filosóficamente por el sentido de la palabra libertad, esa idea ambigua que para un capitalista significa otra cosa muy distinta que para un comunista. Como le dice un personaje de la novela al anticuario, una idea es lo contrario a lo que buscan los desencantados ciudadanos rusos en los bienes de consumo occidentales (la miel para los osos): «La gente necesita cosas, no ideas. Las ideas llevan a las bombas y la gente quiere cosas, cosas con las que pueda jugar antes de que caiga el bombazo, ¿qué tienes para vender, eh?».
Camino de Quebrantacarros, un paraje en la localidad de Porqueros, en una de las laderas del valle que conducía a tan pintoresco lugar, mi abuelo tenía una pequeña finca rectangular con muros de piedra que protegían un viejo colmenar de colmenas antiguas, hechas con troncos de roble y una losa encima. Orientado al sol del mediodía, el lugar, suspendido entre urces y escobas – plantas idóneas para hacer una buena miel – parecía escapar del presente y colarse en el pasado con el virgiliano zumbido monocorde de las abejas que salían de los troncos o regresaban con el fruto de sus libaciones, igual que cuando se formó el colmenar. Mi abuelo, cuatro años mayor que Nikita Jruschov, el presidente de Rusia en el momento en el que transcurre la novela ‘Miel para los osos’, no parecía excesivamente preocupado por la guerra fría ni la carrera espacial, quizá porque cuando fue elegido en los años cuarenta presidente de la Junta Vecinal de Porqueros vivió ya a pequeña escala las diferencias que enfrentan a capitalismo y comunismo. Había llovido mucho desde entonces, y mientras caminaba a su lado, veinte años después, ignoraba aquella parte de su historia y que existía un escritor llamado Anthony Burguess, que quizá en ese mismo momento ponía punto final a una novela satírica sobre la guerra fría que yo acabé leyendo.
El punto final a la fabricación de una colmena hecha con un tronco consistía en sellarla lo mejor posible como describe Fidela Pérez Castro en ‘Los colmenares antiguos en la provincia de León’: «Las abejas son muy sensibles al frío, por lo que sus dueños tienen que revestir las colmenas, por dentro y por fuera, con barro. En los lugares donde no existía arcilla utilizaban boñiga o ‘buesta’ fresca de animales, de modo que tapasen los posibles orificios que pudieran quedar en el tronco del árbol y sus cerramientos, impidiendo del mismo modo, la entrada de posibles insectos que perjudicaran a las abejas». Parte del engranaje para mantener resguardada a la laboriosa clase trabajadora rusa de las tentaciones de occidente, esa ‘buesta’ fresca policial aplicada a todos los resquicios de las paredes de la colmena comunista, son los dos agentes que llevan el caso de los vestidos de dralón, Karamzin y Zverkov. Este último aventura para Europa al final de la novela un triste futuro: «Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Tendrán ustedes que buscar el sol y solo con nosotros o con las gentes del otro lado del Atlántico podrán encontrar el calor y la luz que necesitan para seguir viviendo. Los grandes países, los estados modernos. Pronto habrá un único estado». Karamzin y Zverkov, la anónima contribución a la salud de la colmena.