Un chartolí de eumenia era para Federico García Lorca un vaso de vino, un pirulino un cigarrillo y a sus compañeros de la –ahora mítica– Residencia de Estudiantes los trataba de brutescencias, que podría ser algo así como excelencias en bruto. Sin militar estrictamente en la vanguardia creacionista Lorca inventaba otro lenguaje para divertirse y divertir a sus amigos, para jugar en las conversaciones, para llevar el habla a la imaginación.
Esas nuevas palabras iban a extinguirse enseguida, a ahogarse en la cotidianidad porque no tenían donde amarrarse una vez pronunciadas, sólo las recordaron sus amigos. Las cita Luis Sáenz de la Calzada en la deliciosa primera parte del libro que dedicó a describir su vida en el grupo teatral universitario La Barraca, que el poeta granadino dirigió en los años treinta del pasado siglo.
Son palabras que a primera vista pudieran hacerle pasar por alguien informal, infantil o, incluso, cursi, uno de los «putrefactos» que rechazaron él y Dalí; pero se ven hoy, insertas en toda la leyenda de Lorca y la barbarie que se desató enseguida, como un detalle maravilloso, como muchas otras cosas de principios del siglo XX que soñaban llevar la vida al arte y el arte a la vida poco antes de que todo estallase por los aires.
Me acuerdo ahora de lo que decía el escritor Roberto Bolaño en sus artículos. Leí un montón de ellos en los que explicaba su canon literario, lo que era bueno y lo que era malo, y muchos de los escritores que citaba como excelsos no los conocía yo, ni casi nadie; aún así leí esos escritos fascinado porque eran su biografía. En un momento dado Bolaño dice de uno de aquellos desconocidos: «no sería gran cosa su obra pero al menos estaba vivo». Lorca se negaba a aceptar que la conversación estuviera muerta, a admitir que las palabras no pudieran nacer de nuevo, que la belleza no revolotease entre fonemas cruzados antes de encontrase con sus significados, siendo ambos un nudo aún por atar entre la voz y las cosas.
Cuenta Sáenz de la Calzada que cuando la compañía teatral llegó a su tierra, León, se hospedaron en el hotel París y compartieron habitación él, Lorca y Rafael Rapún. Por la mañana Federico llamó con el timbre a la doncella que acudió al instante y les preguntó qué querían para desayunar: «Un chocolate chorpatélico –respondió el poeta– con un poco de ronroquelia». La muchacha se quedó mirando asombrada: «¡Ahí va! –exclamó–, ¡está loco!». La chica no obstante volvió con lo pedido sin errar y Federico le dijo muy serio: «Déjelo en la concla». A lo cual la camarera contestó: «¡¡Sinvergüenza, cochino!! ¿Qué se ha creído usted?».
Se han cumplido hace poco veinte años de la reedición de este libro en el que Calzada narra lo que fue la vida de La Barraca, la juventud, el teatro y la cultura de los años inmediatamente anteriores a la guerra civil de 1936. Apareció en 1976, publicado por la Revista de Occidente y lo reeditaron, en 1998, la Residencia de Estudiantes y la Fundación Sierra Pambley. No estaría demás que se volviese a imprimir este texto que es, posiblemente, una de las principales aportaciones nuestras a aquel tiempo, la edad de plata.
Brutescencia
Hace más de 20 años de la última publicación de 'La Barraca. Teatro universitario' del leonés Luis Sánz de la Calzada, que es el principal documento una etapa de la vida de Lorca, así como el teatro, la juventud y la cultura de los años previos a la guerra civil
27/02/2019
Actualizado a
18/09/2019
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