Siempre que se habla de Ai Weiwei se comienza haciendo una semblanza biográfica que no se suele hacer de otros artistas. Se señala que su padre fue el poeta Ai Quing, represaliado por el gobierno de la China comunista, y que él se crió en un duro destierro en Xinjiang. Cuando la familia pudo volver a Pekín, tras la muerte de Mao Zedong y el final de la Revolución Cultural, Ai Weiwei tenía casi veinte años. Poco después se trasladó a Nueva York donde vivió más de una década para regresar en 1993 a China, donde acabó detenido por las autoridades. Luego, trasladó su residencia definitiva fuera de su país natal, viviendo actualmente en Portugal.
Comenta él mismo que en casi todos los lugares se ha encontrado mal, en Nueva York no sabía bien inglés y declara haber perdido unos cuantos años sin hacer nada de provecho, aunque descubrió allí con profundidad el arte contemporáneo occidental; en Alemania le pasó algo parecido, se encontraba aislado al desconocer el idioma y se fue denunciando haber sentido xenofobia.
Lo más característico de su trabajo es que a las metodologías del arte conceptual posteriores a Duchamp les incorporó sus preocupaciones de base autobiográfica en torno a las tensiones entre el individuo y el poder de los estados. Enseguida el tema de los refugiados y los movimientos migratorios fueron un foco dominante en sus creaciones hasta añadir a su currículum, además del oficio de artista, el de activista. Son varias las obras y documentales que ha dedicado a esos asuntos, siempre amplificando, en la medida de sus posibilidades, esos dramas.
Entre las cuarenta y dos piezas que Ai Weiwei muestra hasta el próximo dieciocho de mayo en el Musac de León y que recorren veinte años de su trabajo, destacan unas nuevas producciones en las que representa significativas obras de la historia del arte occidental replicadas con ladrillos de juguete a escala real. Una de las piezas reproduce la pintura de los fusilamientos del tres de mayo y, entre los personajes del cuadro de Goya, ha colocado el autor una figura que tiene su propio rostro. En otra, usa la fotografía que conmovió al mundo entero del pequeño Aylan, muerto en la playa turca de Bodrum huyendo de las masacres en Siria, sustituyendo al niño por su propia figura, controvertida imagen que fue entendida como irrespetuosa por una parte del público.
Lo que presenta el artista de una forma literal en estas obras es una empatía con los que sufrieron que tiene un correlato autobiográfico. Sus obras dicen: «yo sufro con Aylan, yo soy Aylan… yo soy uno de los fusilados…». Sin embargo, esta literalidad se ve interferida bastantes veces por la metodología que usa, una forma de hacer arte que no nació para narrar lo autobiográfico ni para defender las causas humanitarias sino para elaborar el discurso irónico de una época escéptica que abandonaba los grandes relatos utópicos, la postmodernidad, cuyos antepasados fueron los artistas desencantados por la Primera Guerra Mundial, los dadaístas.
Las grandes obras de la historia del arte occidental replicadas con ladrillos de juguete no pueden evitar causar en el espectador una impresión de degradación y un impulso banalizador, las numerosas apariciones del autor autorretratado dentro de sus imágenes no consiguen desprenderse de una sensación de exhibicionismo narcisista.
A aquel acto impresionante en el que se veía a Ai Weiwei rompiendo con la civilización china y su gobierno al dejar caer una urna milenaria destruyéndose en el suelo, le han seguido decenas de obras cargadas de buenas intenciones pero que han sido expresadas con un lenguaje visual que las coloca, tal vez involuntariamente, en un tramo borroso que va desde el terreno de lo utópico hasta el de lo irónico, apareciendo en el campo del cinismo general de nuestra época como una estetización más que gira en la feria del espectáculo global.