Caminaba por las tranquilas calles de Benavente con mi camiseta roja chillón y mis cascos morados, con Sabina cantando viejas canciones y el sol de la tarde dándome en la espalda, siguiendo un destino fijo, que era el ir a ver a mi querida abuela, la cual había tenido un pequeño percance. Por eso deseaba saber cómo se encontraba. En mi Tote-Bag le llevaba una mermelada y unas galletas sin azúcar, todo casero, que había estado elaborando durante una semana siguiendo unas recetas de Pinterest. Cuando giré para tomar la calle que daba al barrio de mi abuela, me abordó un hombre, el cual me dijo:
– Hola, guapa, ¿dónde vas tan sola por estas zonas?
Aquel tipo alto, delgado, sucio, me mostró una sonrisa que me hizo desconfiar desde el mismo instante en que se acercó a mí.
– Ni te va, ni te viene adonde vaya, déjame en paz –le respondí mientras aceleraba el paso.
En ese momento, agradecí haberme puesto las Vans y no los zapatos con tacones.
– Venga, no seas así, que no le queda bien a esa cara guapa el ser tan borde, ¿por qué no dejas que te acompañé? –insistió el tipejo con su sonrisa falsa, aproximándose cada vez más a mí, mientras yo intentaba correr.
– No quiero que me acompañes, quiero ir sola, no necesito que un tío, al que ni siquiera conozco, me siga –le dije en tono molesto.
– Anda, no te resistas a mi compañía –me agarró del hombro para que me pusiese a su altura, parándome en seco, yo que ya había comenzado la huida.
Una vez que aquel tipejo me tuvo a su altura supe que ya no podía aguantar más. Miré hacia donde vivía mi abuela. Calculé que me llevaría unos dos minutos corriendo hasta llegar a su casa. Y hasta pensé que, con algo de suerte, me encontraría con alguna buena mujer del barrio que me ayudaría a zafarme de aquel acosador. Tras un instante lo miré con cara de pocos amigos. Él parecía sentirse satisfecho por haber logrado que me detuviese y le prestase atención. Hasta que descubrió que yo era cinturón azul en kárate. Todo transcurrió con rapidez. Le propiné una patada en el estómago que lo dejé fuera de juego. Y me fui corriendo hasta el portal de mi abuela. Mi abuela, que era una mujer tranquila, con gafas, de baja estatura y poco habladora, me abrió la puerta. Le conté lo que me había sucedido y me alertó de que tuviera mucho cuidado, que estaría pendiente de mí. Nos despedimos. Serían las siete de la tarde. Y nada más salir de casa de mi abuela volvió a aparecer el tipejo:
– Vaya dulzura, llevo un rato esperándote –me dijo–. Estaba sentado en un banco de la calle.
– Eres realmente muy pesado, un auténtico acosador, déjame en paz –le respondí mientras por el rabillo del ojo vi a mi abuela que contemplaba por la ventana de su casa la escena.
– Esta vez no te libras de mí –me soltó.
En ese momento, aparecieron otros hombres que me arrastraron a la fuerza a una furgoneta azul. Antes de que me introdujeran en aquella furgoneta vi a mi abuela con el teléfono en la mano con cara de terror.
Llegamos a un lugar oscuro, habían introducido la furgoneta hasta el fondo de la nave. Me empujaron hacia una silla, esta se cayó y yo sobre ella. El acosador me miró con cara de satisfacción y dijo: «Una presa traviesa, pero que muy traviesa».
Estaba rodeada, encajonada entre una pared y la silla de madera rota en el suelo. Cuatro hombres de complexión baja media me cortaban la salida. Recordé que mi maestro de kárate me había repetido varias veces que debía tener cuidado con mis enemigos en el combate, por lo que analicé la situación de forma seria, no habría forma de escapar si no me libraba de alguno de ellos antes. No sería capaz de luchar contra cuatro, con lo cual tendría que evitar, al menos por el momento, cualquier tipo de violencia a no ser que ellos comenzasen a ensañarse conmigo.
«Rey, ve a vigilar fuera, esto va a ser divertido», dijo el acosador, que me había perseguido mirándome con lascivia. Rey –supuse que se trataba de un mote–, era el hombre más fuerte de todos ellos. Rey salió afuera y el resto se dispusieron a fisgar en mis cosas. No llevaba más que mis cascos, un collar de cuerda y un reloj marca Casio. Vestía una camiseta roja, una falda negra por media pierna y zapatillas Vans. Rápido comprendí que sus ojos se clavaban en mi falda.
«Maldita sea, a quién se le ocurre ponerse falda cuando vas a ir a un barrio tan horrible como en el que vive la abuela», pensé para mí. Como pequeña defensa me coloqué cerca de una de las partes rotas de la silla. Los hombres comenzaron a aproximarse a mí, sus intenciones eran claras, por lo que, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de mí, a uno de ellos le golpeé con la pata de la silla. Y a partir de ahí todo fue un combate de kárate bastante simple. Pero reapareció el tal Rey, que logró sujetarme a una tubería, de modo que no podía escapar, mientras los demás, que debieron percatarse de algo, abandonaron el lugar.
«Eres mala, una niña muy mala y vas a pagar por ello», me dijo Rey, al que le sangraba la cara por los golpes que le había asestado durante el forcejeo. «Te sangra la cara, gilipollas», me atreví a decirle. Entonces él, con cara de ira, me arrancó la falda. «Te vas a arrepentir». Mientras intentaba seguir quitándome la ropa la puerta de la entrada se abrió dejando entrar a seis policías armados y apuntándole mientras buscaban a sus compañeros.
«No, creo que quien se va a arrepentir de haberse cruzado conmigo eres tú».