Gracias a la ligera brisa que corría desde el oeste la barquita se balanceaba blandamente en el lago. Matías, el pequeño Matías, sonreía a su padre que le leía un cuento. El lago estaba rodeado de eucaliptos. El color de sus hojas teñía de un verde pálido las aguas serenas de la orilla. El padre de Matías, Jorge, levantó la vista del libro y miró en la dirección de los árboles. El aire sacudía apenas las hojas. Por uno de los caminos del interior del bosque paseaba una pareja de viejos que se volvieron hacía ellos. Jorge retornó a la lectura. Matías se había distraído y su padre reclamó su atención con un carraspeo, que en la profunda soledad que les envolvía, allí en medio del lago, sonó como un innecesario y aborrecible reproche.
Sacude la cabeza después de repetir con el tono cambiado, para darle mayor énfasis, la misma pregunta de uno de los personajes del cuento. Esa terrible sensación de irrealidad, que se repite desde hace un tiempo, provocada esta vez por el cambio de voz, vuelve a manifestarse sin avisar. Le gustaría saber cuándo llegó con su hijo al lago, en el que parecen llevar una eternidad. El niño, como si adivinase la angustia de su padre, le tira del borde del anorak y llama su atención, poniéndose en pie, sobre una carpa que nada cerca de la superficie. La barca se balancea por el movimiento de Matías, que ha vuelto a sentarse. La carpa, una gran carpa de escamas doradas, ha subido a tragarse las migas que arrojaron antes de empezar a leer el cuento. En los ojos inexpresivos del pez, Jorge ve aún pegadas las sombras cenagosas del fondo del lago adonde no tardará en descender de nuevo; a continuación, busca en la expresión de la boca de su hijo una señal confirmándole que no sueña.
Los viejos se han detenido y tienen la vista puesta en ellos. Las nubes se acumulan en el cielo amenazadoras. Es hora de volver y Jorge empieza a remar, pero uno de los ancianos, el hombre, mientras la mujer se mantiene inmóvil a un paso de él, le hace señales con el bastón de que debe permanecer en el interior, no acercarse a la orilla. No le hace caso, sospecha que solo pretende divertirse a su costa. No deja de remar y a medida que se acerca al borde del lago la agitación del anciano, de forma inexplicable, va a más, si bien lo único que pretende es llegar cuanto antes a la orilla con su hijo, a esa orilla que acaba confundiéndose con la línea plana del electrocardiograma de Matías, el pequeño Matías, tras un mes en coma.