Frente al fuego se siente tan viejo como el mundo. Sus recuerdos, hasta donde le llega la memoria, están asociados a esa carreta que las llamas de la fogata iluminan con una luz cambiante, engañosa como su memoria. No tiene ningún recuerdo de su madre, si es que la tuvo; solo de su padre. Alguien del que si se viera forzado a contar algo, sería que nunca le quiso. Su mirada lo decía todo: no debiera estar en el mundo, era un error. Acerca un tizón al cigarro que acaba de liar y aparta, con la mano libre, el humo que le llega a los ojos y está a punto de hacerle llorar. Su mirada se ensimisma en el juego de las llamas. Escupe y bosteza somnoliento.
Su padre era estañador y se ganaba la vida yendo de pueblo en pueblo poniendo remiendos a cacharros roñosos. De él aprendió el oficio y durante un tiempo, después de su muerte, fue también su medio de vida. Hasta que llegó un momento en que casi nadie quería arreglar nada. Entonces tuvo que dar un nuevo rumbo a su vida; aún era relativamente joven y podría haberse establecido en algún lugar, vender el caballo, deshacerse del carromato y aprender otro oficio. Sin embargo, no hizo nada de eso. Se decidió por una actividad bien diferente: secuestrar niños y venderlos. Debe reconocer que hasta ahora no le ha ido del todo mal. Al menos, ha logrado sobrevivir.
Se levanta y da unos pasos hasta el carromato. Estudia la figura del caballo que sacude la cabeza y relincha a su paso. Le acaricia un anca. Deja la mano en suspenso tras sentir la piel áspera del viejo rocín y mira en dirección a la puerta de atrás de la carreta, llena de cachivaches sin ninguna utilidad, de los que debería haberse deshecho hace tiempo. Escucha el gimoteo del pequeño. Presta atención, entre sus quejas acierta a distinguir el rumor de la corriente de un río. No sabe para qué los quiere quien se los compra, ni tiene interés en averiguarlo. Coge al caballo del ronzal y lo arrastra consigo hacia donde se oye correr el agua. De vuelta escucha voces y descubre en torno al fuego a un grupo de hombres que rodean al niño y no dejan de hacerle preguntas. Al verle jugando solo a la puerta de su casa con una canica de barro, adivinó que esta vez las cosas no irían bien, no todo lo bien que sería deseable. Lo adecuado habría sido pasar de largo y confiar en su voz interior, en esa voz que ahora le dice que todo ha terminado – de poco le va a servir defenderse con la navaja – y pronto dejará de tener sentido preocuparse por nada, como siempre ansió, desde lo más profundo de él.