El médico cruzó la puerta de la sala común de las crónicas. El espectáculo de las alienadas, en su mayoría jóvenes, entregadas a sus rituales, llorando o riendo caprichosamente, ajenas a su presencia, estremeció involuntariamente a Jesús. Una enferma se había plantado ante él y le sonreía provocativa. Las internas aparecían por la sala repartidas en pequeños grupos. Solo Melisa permanecía ostentosamente apartada del resto, asomada a una de las ventanas, viendo llover, de espaldas a la puerta por donde acababa de aparecer el nuevo médico. Se volvió. Jesús había estudiado el resto de instalaciones de la clínica con el mismo interés con el que ahora miraba a aquella muchacha (le había llamado especialmente la atención la capilla, en el sótano del edificio; aquel estrecho pasillo detrás del altar que permitía pasar a un hombre de lado y que llevaba a la sacristía, un cuarto cerrado, que de pronto se abrió, aunque nadie asomó después).
Una hora más tarde las enfermeras repartieron entre las internas la medicación de la tarde. Algunas se negaron a tomarla, normalmente no había problemas, pero aquel día las cosas habían ya empezado mal por la mañana cuando Asunción amenazó a Melisa en el desayuno para que le diese sus galletas. Asunción y Melisa se enzarzaron en una pelea. Las enfermeras intentaron separarlas y una recibió un escupitajo de Melisa, a la que acabaron encerrando en un cuarto incomunicado hasta que se calmase.
Antes de llegar el médico, le permitieron unirse a las otras enfermas. Asunción lloraba en un banco bajo el magnolio del patio. Melisa se acercó y observó que tenía una carta en la mano. La vieja carta de su hijo que no se cansaba de leer. Empezó a llover y les mandaron subir a la sala común. Asunción dobló la carta, la escondió en su pecho dirigiéndole, al pasar a su lado, una mirada extraña y dijo algo que no entendió. Una vez arriba, se acercó a la ventana a mirar cómo llovía. La vio salir al patio con una cuerda en una mano y la carta en la otra. Sujetó la cuerda a una rama del magnolio, el único árbol que crecía en el patio. Trepó al banco y se dejó caer. Quedó colgando con el rostro contraído en su dirección. La carta había escapado de su mano y las palabras escritas en ella se diluían en la lluvia que persistía tenaz. Al entrar el médico volvió la cabeza un momento y se preguntó si decírselo, que aquella víbora pendía de un árbol. La desanimó la forma en que la miró, como si la compadeciera y quisiera ayudarla, a ella que sabía defenderse bien sola. Habían pasado desde entonces dos horas y nadie echaba en falta a Asunción. Mañana Melisa podría tomar tranquila su desayuno.