La persona que esté familiarizada con la actualidad cultural sabrá que, en los últimos años, el simple hecho de caminar ha cobrado una gran importancia en los discursos teóricos. En un mundo en el que la velocidad y el avance de los medios de transporte de masas han alcanzado un enorme desarrollo deshumanizando las ciudades y transformando el concepto de viaje y hasta el mismo de turismo en una suerte de avalancha continua, el mero acto de andar se ha vuelto poco menos que un lujo intelectual.
Se suele citar a Guy Debord y a los situacionistas franceses que propusieron derivas urbanas sin planificar en los años sesenta, pero sería el escritor Baudelaire, un siglo antes, quien crearía una figura singular basada en el paseante que mira, denominada ‘flaneur’, que recorría el París de Haussmann recreándose en lo artificial de los pasajes comerciales.
En la exposición titulada ‘Contar rutinas’, que se podrá visitar en la Fundación Cerezales de León hasta el próximo nueve de marzo, comisariada por Jorge Blasco, es posible analizar el trabajo que la artista brasileña Ana Amorim ha realizado durante diez años sobre sus recorridos diarios a pie.

Los trayectos que Ana Amorim registra en sus anotaciones dibujadas, o bordadas sobre tela, aunque estén emparentados con el situacionismo o el ‘flaneur’, no son testimonios de una prospección que busca lo imprevisto, productos de un deseo de azar o de novedad en la mirada, tampoco son reflejo del encuentro social que se debería producir en la calle; son una colección de líneas que reconstruyen la simplicidad diaria. En su totalidad, estos dibujos construyen un archivo innecesario de lo contingente, una historia irónicamente seria de lo que desechamos de antemano: los espacios de tiempo en los que no nos pasa nada: las rutinas.
Recuerda este proyecto al cuento de Borges en el que el arte de la cartografía, intentando alcanzar la perfección, llega a fabricar mapas que son exactamente iguales a los territorios que representan demostrando que su virtuosismo es absurdo, que la representación duplicada del mundo es una misión sin motivo.
El conjunto de dibujos desplegados en la sala por Ana Amorim configura una cartografía sin hechos, un almacén de costumbres, el autorretrato kafkiano que nuestros hábitos nos devuelven afirmando que el día a día es una extraña obsesión en la que la cordura de la rutina se sintetiza en el esquema de un delirio.