Castorina, luz y amor en Astorga

Por Gregorio Fernández Castañón

01/02/2024
 Actualizado a 01/02/2024
Castorina es un ejemplo de los escultores fallecidos en los que me interesaré. | REPORTAJE GRÁFICO GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Castorina es un ejemplo de los escultores fallecidos en los que me interesaré. | REPORTAJE GRÁFICO GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Vista desde el interior de aquella galería, y teniendo la iglesia de San Francisco como mástil, la ciudad de Astorga parecía ser un gran barco anclado en medio del océano verde de una espléndida primavera. Nos sentamos. Frente a mí, un cerezo enrojecía sus frutos por la fuerza y poder de su fructífera savia. Un poco más lejos, dos jóvenes con el torso desnudo se afanaban en buscar las cosquillas a la tierra fértil de la huerta colindante a su casa. Y se respiraba una paz inmensa en el reloj que marcaba los pasos de aquella mañana radiante. Había tanta paz a nuestro alrededor que un gato (negro y blanco), encima de una silla de madera, dormía enrollado como si fuera una madeja de lana. Castorina, de pronto, dudó. Y su duda, que podría ser razonable, terminó siendo una simple anécdota dentro de su gran historial artístico y, sobre todo, humano. 

Castorina, aquel día, ponía a mi disposición algo más que unas cartas manuscritas. Me entregaba su voz, la voz del alma, con todos sus matices: el amor inmenso de una madre, la pasión, el dolor, sus recuerdos...

–Tus cartas, Castorina, ayudarán a esas personas que, como tú, hayan padecido similares sobresaltos en la vida. No lo dudes, porque la escritura será un buen remedio para calmar ese gran vacío que lo cubre todo –le decía yo, una vez más. 

–Eso espero. Y con ese único fin te las entrego. Pero... 

Castorina seguía dudando. 

La tranquilicé invitándola a leer sus cartas. Y su voz me sorprendió con un reguero de lágrimas. 

–Querido Óscar... 

Castora Fe Francisco de Diego –Castorina– (Astorga 1928/2019), antes que una profesional de la música, del dibujo, de la talla, de la escultura y de la docencia; mucho antes de que su voz se convirtiera en palabras y sus obras artísticas en poesías y besos, fue para mí una gran amiga a la que admiraba por sus muchas cualidades. Y a su casa llegaba yo con la esperanza de que sus gatos, que iban en aumento, salieran a recibirme para acompañar, con sus pasos, los caminos por los que ella frecuentaba para colgarse la meritoria medalla de «madre». 

–Siéntate –me decía, después de darme uno de esos abrazos cuyo calor, como el buen perfume, permanece «vivo» durante horas y horas– ¿Qué te apetece? ¿Un café, un refresco, una fruta…?

Y allí, los dos o los tres (si me acompañaba mi esposa) disfrutábamos de la luz que entraba por su galería acristalada, con vistas a la ciudad bimilenaria, y disfrutábamos de la amistad que, sin saber el cómo y el porqué, apareció un buen día junto a la llama ardiente que mantenía viva la antorcha de la cultura: ella desde el alto peldaño de un mundo artístico (pintura y, sobre todo, escultura) y yo desde la fría y oscura esquina en la que buscaba el refugio idóneo para atrapar, al vuelo, unas letras con las que poder manchar un folio en blanco tras otro. 

Aquel día –insisto–, Castorina, desnudando su alma, me entregaba las cartas que le escribió a su hijo que, con tan solo 18 años, se lo llevo el viento injustamente.

–Querido Óscar... 

Y Óscar –los dos estábamos convencidos– recibía y contestaba las cartas para mitigar, en cierta medida, el dolor con el cambio de estación, con cada gota de lluvia y copo de nieve; con cada rayo de sol y soplo de viento. Ay…

El libro ‘Ya eres primavera’ que le publiqué a Castorina, para el proyecto cultural que dirijo, hoy agotado, afianzó más, si cabe, aquella bonita y duradera amistad.

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Tus cartas, Castorina, ayudarán a esas personas que, como tú, hayan padecido similares sobresaltos en la vida.

Y cuando yo volvía a su casa, su obra artística, para mí, adquiría otra dimensión muy distinta a cualquier otra expuesta en una fría sala de exposiciones. Castorina me guiaba por aquellas habitaciones con una luz especial, donde las musas habían encontrado el refugio adecuado para brillar por sí mismas. Y con su voz, que era un susurro para alimentar el amor, me explicaba el último trabajo (especialmente aquellas «maternidades» grandes y pequeñas) y me acercaba hasta el cobertizo que tenía en el jardín/huerta para poner en mis manos su mazo y su cincel; herramientas que ella utilizaba, siempre, porque «las eléctricas me dan miedo; una tontería, pero pienso que es el diablo quien las mueve».

Castorina nos dejó en el año 2019, pero ahí está su obra –en museos, en parques públicos y en colecciones privadas–. En Astorga, por ejemplo, entre otras piezas, se pueden admirar las siguientes: ‘Monumento al Bimilenario’ (un canto a la libertad y al futuro, del que, aprovechando el diseño, se emitieron también unas monedas especiales); ‘El cofrade’ (con motivo del centenario de la Junta Profomento de la Semana Santa Astorgana) y la ‘Maternidad’ (una preciosa escultura en la que Amancio González colaboró en su realización). 

Para admirar una obra monumental de Castorina en las cercanías de León, tenemos que acudir al Monte de San Isidro, perteneciente al municipio de Sariegos, donde se encuentra ‘Mujer en reposo’, una enorme escultura de piedra blanca que incita a rodearla en silencio para no romper sus sueños pétreos.

Quiero, por último, destacar otra de sus maternidades situada, en esta ocasión, en Cerezales del Condado; en la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, en concreto, donde también, en su momento, se expusieron las cartas manuscritas de las que hablo en la primera parte de este artículo («mis cartas», un maravilloso regalo que me hizo Castorina y que conservo como lo que son: un brillante y lujoso legajo; una delicia para alimentar el alma y para disfrutar de ellas, de las cartas… llorando por la fuerza del amor). 

La ‘Maternidad’, en la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, pretende ser una metáfora; la unión y la complicidad que, en todo momento, existe entre una madre y su hijo. Y realmente esas virtudes tan humanas y únicas se perciben sin temor alguno al clavar los ojos en esa gran obra. Una réplica en mayor escala de su original; réplica que se hizo factible gracias a la colaboración de Tanadori Yamaguchi. El escultor de Osaka (Japón) que, bajo la supervisión de Castorina, supo buscar y encontrar el poema maternal que se escondía en la gran roca. Todo un reto que estaba pidiendo a gritos eliminar el polvo y los defectos superfluos para que, con el paso del tiempo, tan solo permaneciera limpia la piel que habría de proteger los corazones, de la madre y del hijo, alimentados por la misma sangre; por la misma vida.

Gregorio Fernández Castañón es escritor, editor y máximo responsable del proyecto editorial Camparredonda, que incluye el Premio ‘La armonía de las letras’.

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