Se entraba, y se entra, por una reja negra y alta a un jardín extraño, como torcido, con una porción de aparcamiento y tres cuartos de museo de árboles viejos. Se pasaba, y se pasa, frente a una escalera antiguamente grandiosa y en el último rincón, casi contra el muro que delimita el recinto, subiendo una rampa se entra al interior, cuyo espacio también es raro, con una especie de balcones laterales sin una funcionalidad bien definida y alguna columna que parece querer meterse en medio del escenario.
No sé si aquella construcción fue en otros tiempos una cochera de carruajes o un depósito de cadáveres de animales para la facultad de veterinaria u otra cosa, pero a partir de los años noventa, se convirtió en un lugar mágico: el Teatro del Albéitar. Se apagaban las luces y espontáneamente nos callábamos para que se obrase el milagro. Cualesquiera historias de cualesquiera personajes de cualesquiera latitudes, que nunca habrían llamado la atención de los productores de la industria del cine o del teatro, habían llegado hasta esa sala.
Hubo películas y actuaciones y música y exposiciones. He visto allí hasta indios del Rajastán con turbante demostrar que inventaron el flamenco; pero sobre todo, recuerdo, no sé por qué, un ciclo de los orígenes del cine. La sala multitudinariamente repleta un día de diario en torno al silencio del cine mudo: ‘Caligari’, ‘El Golem’… Y entre aquellas películas de entonces me acuerdo muchas veces de un film, un cortometraje de Chaplin que nunca volví a ver hasta ahora que escribo este recuerdo: ‘Carreras sofocantes’ de 1914.
El gran vagabundo tímido, elegante y sentimental, asiste a una carrera infantil de bólidos locos por la ciudad que está siendo filmada a manivela. Charlot, intrigado por el cine, da la espalda al espectáculo y entra en plano cada poco, una y otra vez hasta que al final es echado a patadas. Chaplin deja de mirar la realidad para observar la cámara, curioso de su interior y motivado por salir grabado; sabedor de que algo prodigioso sucede en torno al cinematógrafo no pierde de vista el objetivo y a la vez quiere ser personaje de esa otra realidad que se está haciendo. De alguna forma como nosotros, que íbamos a aquel cine medio escondido en la ciudad para soñar que ese mundo distinto que se veía en la pantalla hiciera diferente nuestra realidad.
Las últimas veces que he ido al Albéitar me he sentido todavía joven porque el resto de público era mayor que yo, parecía que se hubiera fijado una generación al sitio. Dicen que los jóvenes, aunque sean universitarios, no aprecian la cultura, no la necesitan, por lo menos en los términos en los que la disfrutamos antes, pero quién no necesita como Chaplin mirar al misterio de dentro de la cámara, quién no quiere penetrar en esa otra realidad para cambiar la suya. Ahora, que el año pasado se cumplieron treinta años del Albéitar y ya que en los próximos días se inaugura un nuevo rectorado en la universidad, habría que plantearse cómo atraer a los jóvenes a la cultura que es de ellos.