Recuerdo cuando, en los últimos meses del año 2020, comenzaron a llegar noticias acerca del desarrollo de algunas vacunas contra el Covid-19. La primera fue la de Pfizer, y creo que nunca podré olvidar aquel día en el que, después de unos cuantos meses de oscuridad, por fin empezó a vislumbrarse un atisbo de luz al final del túnel. Pero entonces llegaron los «antivacunas», dispuestos a tratar de enturbiar este hito histórico. Las redes sociales se llenaron de informaciones falsas, a unos niveles mucho más altos de lo que suele ser habitual. Y lo peor es que, en un principio, se consiguió el objetivo de generar miedo e inseguridad en un gran número de personas. Afortunadamente, cuando llegó el momento de vacunarnos, lo hicimos de una forma ejemplar, alcanzando unas cifras y unos porcentajes de récord. Y el negacionismo se quedó en lo que siempre ha sido: el refugio de unos pocos ignorantes.
Pero este «movimiento antivacunas», ya viene de muy atrás. De hecho, es igual de longevo que las propias vacunas. Quizás, en un primer momento, esta postura podía llegar a ser comprensible, ya que el acceso a la información científica era infinitamente más limitado de lo que lo es ahora. Sin embargo, a estas alturas del siglo XXI, este tipo de planteamientos negacionistas resultan absolutamente injustificables. Negar los beneficios de las vacunas, el cambio climático o la forma esférica de la tierra y su movimiento alrededor del sol, es una auténtica aberración. Negar la ciencia, es un verdadero disparate. Porque la ciencia no es perfecta y a veces puede equivocarse, pero es el arma más poderosa que tenemos. Y ante cualquier cuestión relacionada con la salud, física o mental, la ciencia es el único camino.
Partiendo de esta base, hay que tener en cuenta que no es oro todo lo que reluce, y que no es ciencia todo lo que se vende como tal. Según la Asociación Médica Mundial, «se denomina pseudociencia al conjunto de declaraciones, supuestos, métodos, creencias o prácticas que, sin seguir un método científico reconocido y validado, se presentan falsamente como científicas o basadas en la evidencia» y «se denomina pseudoterapias a aquellas prácticas cuya pretendida finalidad es la de curar enfermedades, aliviar síntomas o mejorar la salud, a través de procedimientos, técnicas, productos o sustancias, basadas en criterios sin el respaldo de la evidencia científica disponible actualizada, y que pueden tener riesgos significativos y daños potenciales».
La homeopatía, no es ciencia. La acupuntura, no es ciencia. La reflexología podal, no es ciencia. El Reiki, no es ciencia. Las terapias energéticas, no son ciencia. La medicina alternativa, no es ciencia. El Feng Shui, no es ciencia. La astrología y los horóscopos, no son ciencia. La numerología, no es ciencia. La frenología, no es ciencia. El polígrafo, no es ciencia. La hipnosis, no es ciencia. La parapsicología, no es ciencia. E incluso muchas técnicas erróneamente asociadas a la psicología, como los test proyectivos, la interpretación de los sueños o, en general, la mayoría de las técnicas propias del psicoanálisis, no son ciencia.
Así que, siguiendo el modelo de razonamiento deductivo que empleé en el artículo anterior, todo esto se explicaría de la siguiente manera: Ante cualquier cuestión relacionada con la salud, física o mental, la ciencia es el único camino (premisa 1). Las pseudoterapias no forman parte de la ciencia (premisa 2). Por consiguiente, las pseudoterapias no son el camino (conclusión).
En lo relativo a la salud mental, que es lo a mí más me incumbe, creo que los profesionales debemos ser muy responsables con todo esto. Aplicar únicamente técnicas basadas en la evidencia científica, que esté demostrado que funcionan, debería ser una obligación. Trabajamos con personas que lo están pasando muy mal y que están haciendo un gran esfuerzo para poder solucionar sus problemas, por lo que merecen que seamos honestos con ellas y que les proporcionemos herramientas psicológicas realmente eficaces y efectivas, huyendo de las pseudoterapias, de las mentiras y de las «verdades a medias». Es una cuestión de dignidad y, sobre todo, es una cuestión de respeto.