Celebra este domingo su cumpleaños y el próximo miércoles (cuando lo celebra su hija Cecilia) presentará en el Palacio del Conde Luna (a partir de las 19:30 horas, con entrada libre hasta completar aforo) su último libro, ‘Cartas leonesas. Una historia epistolar de la ciudad’, que edita la colección de Los Libros de La Nueva Crónica. Se trata fundamentalmente de una recopilación de cartas ficticias enviadas desde diferentes épocas históricas por parte de imaginarios visitantes de la ciudad de León, lo que termina componiendo un maravilloso relato de nuestra historia.
– Habitualmente se cuenta la historia desde tratados académicos o, si no, desde novelas históricas que, al incorporar la ficción, suelen perder rigor. ¿Era su objetivo huir de ambos y buscar una forma de hacer la historia un poco más cercana e interesante en ‘Cartas leonesas. Una historia epistolar de la ciudad’?
– Si no huir, mi intención ha sido al menos sortearlos o no repetir modelos muy conocidos y, en ocasiones, gastados. Entre el rigor (a veces rigor mortis) de la historiografía y las licencias (licenciosas) de la imaginación novelística se extiende un amplio espacio que no suele explorarse; he intentado otearlo, ser ligero sin renunciar al equilibrio, agradar al lector sin traicionar el argumento.
– ¿Ha sido usted gran un lector del género epistolar? ¿Algún referente o algún libro en especial?
– No lo soy, aunque me ponga bajo la tutela de dos de los grandes en el prólogo (Montesquieu y Cadalso), pero aprecio el formato porque las exigencias de estilo y estructura permiten, sin embargo, cercanía y dar por sentadas muchas claves, dependiendo de a quién se escriba y con qué objeto. De cierta manera es un género que se dirige al lector por medio de un doble protagonista: el autor de la carta y su destinatario. Por otra parte, reconozco el magisterio de Sánchez-Albornoz a la hora de concebir una estampa histórica documentada.
– Con este libro se adentra, tímidamente, en la ficción, por cuanto los autores de las cartas son inventados. En casi todos los casos, ha optado por personajes ciertamente humildes, perdedores si se quiere, que a algunos lectores nos dejan con ganas de saber más de ellos. ¿Es su forma de evitar que la historia la cuenten siempre los ganadores?
– No se trata de perdedores ni necesariamente humildes, pero tampoco de los habituales protagonistas de los relatos históricos y, en particular, legendarios, que suelen ser perfiles falsos y propagandísticos. He intentado que hable la gente normal, la gente como nosotros, pues al fin y al cabo se trata de nuestra historia no la de ellos. Es curioso que suela preferirse una época histórica u otra pensando en los escasísimos privilegiados, cuando lo normal sería saberse uno de tantos en cualquiera de ellas. Se diría que se opta por una mejor posición social.
– En nuestro tiempo todo se acaba convirtiendo en un espectáculo. ¿Tiene la sensación de que ese peligroso hábito se extiende también al pasado y queremos hacer espectaculares épocas que en realidad no lo fueron?
– Por supuesto, no es un fenómeno nuevo y no es una impresión, sino que se constata cada día en cada formalización de supuestos pasados históricos. La historia (o lo que se llama así) es un negocio, especialmente en Europa, que vive en buena parte de su explotación, y, como tal, ha convertido su relato en una mercancía cuya promoción ‘mejora’ progresivamente: se empaqueta más vistosa y ofrece versiones mejoradas y a demanda. Sólo hay que echar un vistazo a ‘éxitos culturales’, a lo que exaltamos de nosotros mismos o a lo que se denomina turismo cultural.
– ¿Cuál de las épocas históricas desde las que se escriben las cartas del libro le resulta más interesante, más llamativa, más curiosa?
– La nuestra, sin duda, las demás son un fantasma al que intentamos dar rostro en función de nuestras ilusiones y miedos.
"Cuando llegué hace 30 años tuve la sensación de que había retrocedido en el tiempo una década"
– Dice que ya se siente prácticamente leonés después de más de 30 años aquí y cuenta en el libro lo que ha cambiado la ciudad desde entonces. ¿qué fue lo que más le sorprendió a su llegada?
– Intento describirlo en el libro, lo más llamativo para mí entonces fue la sensación de que había retrocedido en el tiempo una década y me encontraba con los paisajes humanos de mi infancia. Era una ciudad de una belleza destartalada, muy auténtica, con una personalidad muy definida, a veces áspera. Eso se fue perdiendo (como en todas partes) en favor de la homogeneidad que ha traído el bienestar y la conectividad. León ya no tiene que envidiar a ningún sitio pero quizás pagó ese precio. Y, sí, ya deben haberme tramitado la nacionalidad, espero.
– Las cartas las escriben en todos los casos forasteros. ¿Qué tiene la mirada del visitante de una ciudad que pierde la mirada de un habitante?
– No es tanto la objetividad, que también, como cierta virginidad del juicio: un viajero, si realmente pretende entender una ciudad que visita, debe acercarse con el juicio limpio, mediatizado tan solo por su propia perspectiva (lógicamente inevitable), pero sin los prejuicios del que vive en ella o con prejuicios distintos (y distantes), al menos. En ese sentido los tópicos que acumula el márquetin turístico hacen flaco favor a ese conocimiento.
– ¿Cuál diría usted que es la relación de León con su propia historia?
– Selectiva y algo retorcida. Como otros lugares, León suele preferir la parte de su historia que considera que beneficia su imagen, algo como un publirreportaje, ese uso del pasado que comentamos. La Edad Media (cierta Edad Media), algo de Roma y ahí se acaba el ‘orgullo’, sentimiento ambiguo por otra parte. Hace años un paisano reprochaba que se hablase del siglo XIX en el Museo pues (cito literalmente) «aunque sea cierto no es bonito». Es como si solo quisiéramos relacionarnos con la parte de la familia que tiene posibles.
"La historia no es tan singular como nos la pintan habitualmente los turoperadores"
– ¿Cuáles son, a su juicio, las singularidades de la historia de León que actualmente no se valoran lo que debiera?
– La historia no es tan singular como la pintan los turoperadores, pero sí cabe reconocer la forma que adquiere para hacer distinguible (ojo, no distinto) cada lugar. Si tuviera que nombrar solo una manifestación diría que el arte mozárabe (que hay quien intenta rebautizar) sería susceptible de ser declarado Patrimonio Mundial, como ya es el asturiano.
– En todo el tiempo que lleva usted aquí se ha puesto en valor buena parte del patrimonio leonés. ¿Qué hemos hecho bien y qué hemos hecho mal?
– El balance es positivo, pese a todo. Lo resumiría en dos extremos: lo mejor, la implicación social, la ciudadanía ha tomado posesión de su patrimonio y cada vez es más difícil que un atropello o una negligencia escurran el bulto. Lo peor, los mecanismos de esa participación: prácticamente inexistentes.
– ¿Qué queda por hacer para la conservación o la puesta en valor de nuestro patrimonio?
– Esa es una tarea sin final. No hay manera de saberlo porque el propio concepto de patrimonio es inflacionario y cada día surgen nuevos elementos que lo forman y requieren intervenciones conservacionistas y divulgativas. Si tuviera que escoger hablaría de racionalizar los recursos públicos, una frase manida pero no puesta en práctica. La política cultural apenas ha cambiado, si es que existe...
– Es usted director del Museo de León, el más importante, el más esperado, pero ahora surgen museos como setas por todos los rincones de la provincia, algunos muy humildes y otros muy ostentosos. ¿Tenemos sobredosis de museos?
– Creo que nunca son demasiados siempre que sean auténticos museos. No debemos olvidar que nunca que un museo es un establecimiento educativo que salvaguarda un legado y está destinado a servir a la comunidad que le da sentido. Nadie se quejaría de que hubiera muchas escuelas u hospitales, que son instituciones similares. Sucede que se confía en el museo para solucionar problemas que no son museísticos, encomendándose a uno como si fuera suficiente, cuando a veces puede empeorar las cosas. Y por otro lado se llama museo a lo que no lo es, ni conceptual ni legalmente, y los recursos son limitados y la paciencia del ciudadano también.