Ciudades pospandemia

Por Kristine Guzmán

20/06/2020
 Actualizado a 20/06/2020
Garden Service_Apolonija Sustersic & Meike Schalk. | MUSAC
Garden Service_Apolonija Sustersic & Meike Schalk. | MUSAC
Los más de setenta días de confinamiento me han hecho reflexionar sobre la relación de la salud con la arquitectura. Más de setenta días en que nuestras casas se han convertido en fortalezas asépticas donde pasamos las 24 horas del día, y donde intentamos compaginar las diferentes actividades de todos los miembros de la familia en un espacio reducido. Los balcones y las ventanas eran nuestros enlaces con una ciudad acostumbrada al contacto social, del que, de repente, quedamos privados. Desierta y silenciosa durante unos meses, pero también liberada de atascos, ruido o contaminación. La ciudad vacía y los hogares desde los que la contemplamos, sin poderla vivir, se convierten en una nueva oportunidad para repensar nuestros espacios; no sólo aquellos que habitamos, sino el propio espacio urbano.

¿Cómo puede una pandemia influir en el diseño urbanístico de una ciudad? En el siglo XIX, época de la Revolución Industrial, la ciudad fue considerada como incubadora de enfermedades debido a su alta densidad, las malas condiciones de las viviendas, y los sistemas de saneamiento y recogida de basuras poco desarrollados. Georges-Eugène Haussmann alegó razones de embellecimiento e higienización para derribar las murallas de París en 1853. Las calles estrechas y zigzagueantes de la antigua ciudad medieval no dejaban entrar suficiente luz ni aire, así que trazó bulevares que atravesaban sin piedad zonas antes superpobladas, ensanchó calles y aceras, modernizó los alcantarillados, construyó grandes zonas verdes y sentó las bases mínimas para viviendas con un mejor nivel de habitabilidad. En la misma época, Londres sufrió un brote de cólera por la contaminación del agua que acabó con gran parte de la población, lo que empujó a su gobierno a construir una red moderna de alcantarillado y a canalizar el Támesis para mejorar el flujo del agua. Lo mismo ocurrió en Buenos Aires en 1871, año en que comenzaron las obras para la red de saneamiento y agua corriente en toda la ciudad, tras varios brotes de fiebre amarilla. Esta enfermedad provocó el desplazamiento de industrias, como los saladeros de carne y las graserías, a la periferia.

El impacto de estas epidemias urbanas del siglo XIX muestra las condiciones a las que estaban expuestas las sociedades y a la par nos ayuda a entender cómo han evolucionado los estados modernos en la construcción de un nuevo orden social.

Arquitectura y salud

En el siglo XX, la tuberculosis influiría en la arquitectura moderna, en particular, en el ambiente terapéutico de los asilos o sanatorios. La teórica Beatriz Colomina sostiene que «lo que unió a muchas figuras del movimiento moderno fue la demonización de la arquitectura anterior, ‘poco saludable’, y lo que las diferenció fueron sus variadas propuestas para actuar como un instrumento médico»

Mejorar las condiciones sanitarias de los edificios fue una de las preocupaciones de los arquitectos de esa época, como puede verse en muchos proyectos. Le Corbusier promovió el uso de ‘pilotis’ para aislar el suelo construido de la humedad de la tierra y de azoteas para tener un espacio donde tomar el sol y hacer ejercicio. Frederick Kiesler diseñó estructuras en forma de huevo para tratar de aliviar la ansiedad en las personas. Otros como Jan Duiker o Richard Neutra plantearon una arquitectura con aperturas generosas, terrazas amplias y muchos espacios abiertos, convencidos de los beneficios del sol y el aire para un cuerpo sano. La ‘Lovell Health House’ (1927-29) de Neutra, construida para el doctor naturista Philipp Lovell, disponía de porches donde dormir, espacios abiertos donde tomar el sol desnudo, un gimnasio exterior, ventanas que dejaban pasar los rayos ultravioleta y una cocina diseñada para una dieta vegetariana estricta. Neutra utilizaba las técnicas del psicoanálisis en la conceptualización de sus diseños, para conocer mejor las necesidades de sus clientes. Por otra parte, el ‘Open-Air School for the Healthy Child’ (1928) que Duiker construyó en Ámsterdam, fue uno de los primeros edificios funcionalistas de la época, con un diseño directamente relacionado con la promoción de la higiene y la salud. Igual que los edificios de Le Corbusier, la escuela de Duiker incluyó azoteas para promover actividades al aire libre además de un gimnasio, y las ventanas proporcionaban la máxima apertura, flexibilidad y transparencia.Pero es otra obra de Duiker, el ‘Zonnestraal Sanatorium’ (1925-27), la que influyó a Alvar y Aino Aalto en el diseño de otro centro hospitalario en el suroeste de Finlandia. En el ‘Paimio Sanatorium’ (1929-33), los Aalto hicieron una interpretación más humanística del funcionalismo que pronto se convirtió en un modelo para la arquitectura moderna, una arquitectura más minimalista y con la «higiene visual» de sus paredes de hormigón pintadas de blanco, los componentes fabricados en serie como las ventanas metálicas y puertas lisas, acompañados de mobiliario antropomórfico como los sillones reclinables, cuidadosamente diseñados con un ángulo de 110º para ayudar en la respiración y con un reposapiés incorporado para separar las piernas de la frialdad del suelo. Los balcones, terrazas y azoteas fueron esenciales para la recuperación de los pacientes, porque facilitaban su integración con el ambiente natural. Estas características de diseño «salutogénico», capaz de crear un ambiente de bienestar, fueron el modelo para las nuevas viviendas de los suburbios europeos, unas características que Florence Nightingale había detallado ya en su obra ‘Notes on Nursing’ de 1860.En tiempos recientes, se ha investigado sobre la capacidad de la arquitectura para prevenir enfermedades como la malaria. Jakob Brandtberg Knudsen de Ingvartsen Arkitekter ha construido varias unidades de la ‘Malaria House’ en diferentes pueblos en Tanzania tras un estudio de los tipos de vivienda, el medio ambiente y cómo éstos pueden influir en la transmisión de la enfermedad.Sin embargo, la nueva pandemia que nos asola ahora es un enemigo invisible. Y nos reta a un retorno a estos espacios de los años veinte. El confinamiento nos ha hecho valorar la luz natural que entra a través de ventanas grandes que nos permiten una relación más estrecha con el exterior; nos ha hecho arrepentirnos de haber cerrado aquella terraza para ganar espacio interior; o elegir entre tener espacios más flexibles para acoger una multitud de usos o espacios más acotados para tener privacidad. También nos ha hecho plantearnos la posibilidad de incorporar la domótica y las nuevas tecnologías a hogares y pequeñas oficinas, al mismo tiempo que nos ha sugerido una vuelta a una construcción más sostenible. A partir de esta vivencia, nuestros hogares son despachos, escuelas, gimnasios y dormitorios, todo en uno. La casa se ha convertido en centro de operaciones donde lo privado se vuelve público. El teletrabajo o la educación a distancia han venido para quedarse, y si es así, las viviendas tienen que experimentar una transformación que no es sencilla ni inmediata y tiene costes. Por otra parte, ¿cómo podemos hablar de adecuar nuestras viviendas a la nueva situación si hay un 2% de la población mundial sin hogar, y un 20% no tiene una vivienda digna? ¿Cómo puede confinarse una parte de la población que no tiene donde hacerlo? ¿Está bien proveerles de refugios temporales como las variadas propuestas de Shigeru Ban y su Voluntary Architects Network? Sus arquitecturas de emergencia han demostrado ser eficientes ante desastres naturales como los terremotos de Kobe (1995), L’Aquila (2011), Tohoku (2011), Christchurch (2013), o el tsunami en Sri Lanka (2004). Existen además, muchas más iniciativas en todo el mundo para paliar la falta de vivienda e instalaciones sanitarias. CURA (Connected Units for Respiratory Ailments) es un proyecto de código abierto para que cualquiera pudiera reproducir los planos para la adaptación de contenedores a unidades de cuidados intensivos. WTA Architecture + Design Studio fundado por William Ty, ha construido varios ‘Emergency Quarantine Facilities’ en Filipinas para servir como unidades de confinamiento de bajo coste y de construcción rápida. Sekolah Indonesia Cepat Tanggap ha reconvertido unidades modulares diseñadas tras el terremoto en la isla de Lombok en 2018, en unidades de aislamiento para pacientes con coronavirus que no requieren cuidados intensivos. A nivel global, recintos feriales, centros de exposición o salas de convenciones han doblado como hospitales de campaña o refugios temporales. Pero una vez levantado el confinamiento, las personas sin hogar ¿tendrán que volver a la calle? ¿Serían capaces los gobiernos de proveerles de viviendas permanentes? ¿No sería más razonable invertir en viviendas sociales y evitar el riesgo de transmisión que correr el riesgo y asumir los costes sanitarios? Porque la vivienda es tanto prevención como cura contra la pandemia y en esta situación, el derecho a la vivienda se ha convertido en una cuestión de vida o muerte. Un nuevo urbanismoLas ciudades siempre han sido un lugar atractivo para vivir, por su cercanía a puntos de interés, su conectividad con otros barrios, la facilidad en el transporte. Sin embargo, muchas de las medidas impuestas por el confinamiento retan la esencia misma de la ciudad. Las plazas y parques, normalmente diseñados para la congregación e interacción, tienen que imponer distancia física. Los transportes públicos, antes aconsejados, ahora se consideran peligrosos por el contacto con otros pasajeros. Antes de la pandemia, aceptábamos el ruido del tráfico como algo inherente en la vida en la ciudad; tolerábamos el flujo masivo de turistas o el predominio de lo construido frente a los espacios verdes. Pero el confinamiento nos ha hecho vivir un ambiente urbano alternativo –un ambiente donde es posible pasear y escuchar el sonido de los pájaros, donde se puede montar en bici sin pensar en el peligro de la convivencia callejera con los automóviles, donde el cielo se ve más despejado y se respira mejor–. De repente, otro urbanismo parece posible. La ciudad se ha transformado en unas semanas a escala humana y la Tierra parece agradecer el parón que ha experimentado el mundo. Pero los problemas ambientales persisten y aún nos queda mucho para cumplir con los objetivos de la Agenda 2030. Cada día, las ciudades crecen de forma insostenible y con ello vienen los problemas de abastecimiento, urbanismo informal o la desigualdad –situaciones que ya se vivieron en el siglo XIX en las primeras sociedades urbanas– pero ahora van acompañadas de nuevas preocupaciones como la globalización, la hiperconectividad, una edificación excesiva, la falta de espacios verdes, la dependencia del automóvil o el flujo incesante de personas y mercancías por todo el planeta. La crisis del coronavirus ha servido como catalizador para que muchos deseemos un cambio duradero en la forma en que vivimos, especialmente en las ciudades, pero ¿a qué estamos dispuestos a renunciar? ¿Qué cambios podemos esperar? Creo que los cambios normativos son prioritarios. Estados Unidos creó el Departamento de Seguridad Nacional tras los ataques del 11-S. El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero creó la Unidad Militar de Emergencias tras un trágico incendio en Guadalajara en 2005. Así, el fortalecimiento de servicios públicos bien distribuidos en el territorio es primordial, no sólo para abordar las necesidades incipientes de sanidad, sino para acompañar las medidas posteriores. Y tener en cuenta también a los ciudadanos mayores, los más afectados por esta crisis. Habría que fomentar nuevos modelos de producción y consumo: apoyar el pequeño comercio de proximidad y ejercer una actitud de consumo responsable. Habría que pensar en la redistribución del espacio público, la ampliación de zonas peatonales o el reordenamiento de tráfico; pensar en una nueva movilidad que tiene en cuenta el riesgo de transmisión, el acceso a los servicios públicos y los impactos ambientales. Por último, pero no menos importante, restaurar nuestros ecosistemas –‘rewilding’– como se dice en inglés, para revertir la destrucción del mundo natural y volver a conectar a las personas con la maravilla de la naturaleza. Al fin y al cabo esta crisis pone en el foco del debate lo que realmente tiene valor: la vida, la salud y los cuidados.

Con todo ello, no puedo evitar de pensar en las «ciudades-jardín» que Ebenezer Howard propuso hace más de cien años, y que hoy parecen más que vigentes: comunidades rodeadas por un cinturón verde, cada una con una zona residencial, industrial y agrícola en la misma proporción. Las nuevas propuestas urbanísticas en relación con la pandemia giran en torno a esta idea. El estudio de Stefano Boeri ha creado un masterplan en la ciudad albanesa de Triana, una «ciudad vecindaria» inteligente con grandes espacios verdes, azoteas-jardines, acceso a servicios esenciales en distancias razonables y que promueve la actividad física. Boeri insiste en la necesidad de pensar en una nueva era, más ecológica y con otra normalidad. Foster + Partners aboga por un «urbanismo táctico» –pequeñas intervenciones urbanas que pueden tener un impacto más importante–, una movilidad activa que potencie las infraestructuras para peatones y ciclistas, y una diversificación de actividades en cada barrio. Studio Precht (Fei Tang y Chris Precht) propone casas con huertas para reconectarnos con el proceso de cultivo de nuestros alimentos, o un laberíntico jardín en forma de espiral con altos arbustos para mantener la distancia física en los paseos. Gabriel Ospina, Ernesto Salinas y André Velásquez de ‘Habitable’ han propuesto crear micromercados hiperlocales para garantizar el acceso de los alimentos a una población sin que ésto sea un riesgo para los distribuidores, comerciantes y compradores.

También me han venido a la mente proyectos de arte contemporáneo que sugieren acciones o intervenciones que parecen oportunas en el momento actual. El proyecto efímero ‘Garden Service’ (2007) de Apolonija Šušteršič aborda la situación peculiar de las áreas mixtas públicas y privadas en los callejones de un barrio en Edimburgo, instalando unos elementos urbanos sencillos para alentar el uso del espacio, sobre todo por aquellos vecinos que no disponen de un jardín. Las esculturas-colmenas ‘Api Sophia’ (2017) de Lucía Loren ayuda a activar la apicultura urbana. Intervenciones urbanas como las que realizó Patricia Johanson en Texas en 1969 fue clave para restaurar el ecosistema endémico de una laguna, con la incorporación de una serie de esculturas basadas en elementos naturales.

En su libro ‘La ciudad del futuro’, Le Corbusier declaró: «La higiene y la salud moral dependen del diseño de las ciudades. Sin higiene y salud moral, la célula social se atrofia». Pero para conseguirlo, tenemos que sacrificar algunas cosas de la antigua normalidad. ¿Estamos dispuestos a renunciar a ciertas «comodidades», hábitos o estilos de vida? ¿Somos conscientes de todo lo que se puede ganar con un cambio? La pandemia nos ha brindado una oportunidad para reflexionar, repensar y rehacer. ¿Qué ciudad queremos tras la crisis sanitaria? ¿En qué medida cambiará la planificación actual de nuestras ciudades? ¿Tendrá más peso ahora la sostenibilidad en cuanto al diseño de nuestras viviendas y nuestros modos de desplazamiento? ¿Impulsará el regreso a las zonas rurales? ¿Se fortalecerá la comunidad o por el contrario camparán el miedo y el egoísmo?

He lanzado estas preguntas en nombre del MUSAC a artistas y arquitectos cuyas inquietudes, prácticas e investigaciones se encuentran en la frontera entre el arte y la arquitectura. Alexander Apóstol, Recetas Urbanas, Susana Velasco e Isidoro Valcárcel Medina serán los primeros invitados de este proyecto vinculado a la serie AA Arte y Arquitectura MUSAC. Sus reflexiones acerca de la ciudad pospandemia se recogerán en una serie de podcasts que desde el museo se remitirán los últimos miércoles de cada mes.

Kristine Guzmán es arquitecta y coordinadora general del MUSAC, por el que dirige la serie AA_Arte y Arquitectura
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