Originario de la India, el ajedrez llega a Persia y de allí al Imperio bizantino. A través de los árabes se extiende por Europa. Durante la Edad Media, España e Italia eran los dos países donde más se jugaba, siguiendo las normas árabes, traducidas y adaptadas por Alfonso X el Sabio (según ellas, el alfil y la reina se desplazaban de casilla en casilla). En el siglo XV la reina se convierte en una pieza fundamental que puede recorrer el tablero en todas las direcciones. Desde el siglo XVI se organizan torneos (el Magistral de León es uno más). A partir del siglo XVIII los jugadores más destacados crean sus propias escuelas. Considerado durante mucho tiempo un entretenimiento propio de la nobleza, en el siglo XIX pasa a los cafés. De su práctica quedan testimonios en la historia del arte. Caravaggio pinta en 1610 ‘Los jugadores de ajedrez’. En esa misma senda el pintor Delacroix realiza en 1847 ‘Árabes jugando al ajedrez’, y Duchamp en 1911 ‘Retrato de jugadores de ajedrez’. Señal de su popularidad son los pasatiempos de los periódicos con un tablero con la disposición de las piezas en un momento dado de una partida que el lector debe desarrollar. El ajedrez, un juego de fría estrategia, que quizá por la estricta jerarquía de sus piezas, tuvo algo de clasista.
Escribe Alfonso X en el ‘Libro de Ajedrez’: «Por que toda manera de alegría quiso Dios que hubiesen los hombres en sí naturalmente por que pudiesen sufrir las cuitas e los trabajos cuando les viniesen, por end los hommes buscaron muchas maneras por que esta alegría pudiesen haber cumplidamientre». Los juegos, entre ellos el ajedrez, «maneras» que contribuyen a la felicidad de los hombres, a hacerles soportables sus sinsabores. La cita es de una antología sobre la obra de Alfonso X el Sabio, de Antonio G. Solalinde, publicada en la Colección Austral en 1941, que forma parte de los libros en depósito de la Biblioteca Pública. En la introducción al ‘Libro de Ajedrez, Dados y Tablas’ Antonio G. Solalinde indica: «Es sin duda, la obra más importante que de la Edad Media se nos ha conservado sobre tales juegos. Representa en su materia un avance sobre algunos libros orientales y un paso para llegar al moderno ajedrez de problemas». De esa remota Edad Media la iglesia de Peñalba de Santiago custodia en un cofre de nogal cuatro piezas de ajedrez del siglo IX, consideradas las más antiguas de Europa y que Alfonso X habría encontrado quizá demasiado toscas, si las comparamos con las de las cuidadas ilustraciones que adornan su libro, que vio la luz en Sevilla en 1283, trescientos años después.
‘La fuente’ de Marcel Duchamp, prototipo del ‘ready-made’, esa forma radical de cuestionar la seriedad del arte, es un urinario convertido en obra artística por el simple acto de sacarlo de contexto, darle la vuelta y plantarlo en una exposición. Como dice Octavio Paz en ‘Apariencia desnuda’: «Si el objeto es anónimo no lo es aquel que lo escogió». Y aún podría agregarse: el ‘ready-made’ no es una obra sino un gesto que solo puede realizar un artista y no cualquier artista sino, precisamente, Marcel Duchamp. No es extraño que el crítico y el público de entendidos encuentren el gesto ‘significativo’, aunque generalmente no acierten a saber qué significa. El tránsito de la adoración del objeto a la del gesto es insensible e instantánea: el círculo se cierra. Pero es un círculo que nos encierra a nosotros. Duchamp lo ha saltado con agilidad y juega al ajedrez mientras yo escribo estas notas». El ajedrez, que para Duchamp otorgaba a quien lo jugaba la condición de artista. El mismo abandonó la práctica artística para dedicarse a jugar al ajedrez. «El ajedrez consume mi atención; juego noche y día sin parar, y nada en el mundo me interesa más que encontrar la jugada perfecta», afirmaba. Imagino las piezas del ajedrez de Peñalba convertidas en un postre de la nueva cocina, otra forma de ‘ready-made’.