Cosme Paredes, el leonés de Quito

Por Gregorio Fernández Castañón

11/07/2024
 Actualizado a 11/07/2024
El escultor Cosme Paredes escoltado por su fauna artística. | REPORTAJE GRÁFICO DE GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
El escultor Cosme Paredes escoltado por su fauna artística. | REPORTAJE GRÁFICO DE GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Cuenta la vieja historia que la ciudad de Quito fue fundada por el español Diego de Almagro en dos ocasiones. Una con el nombre de Santiago de Quito, el 15 de agosto de 1534, y la otra el 28 de agosto del mismo año, bajo el título de Villa de San Francisco de Quito. Siete años más tarde (el 14 de marzo de 1541), el rey Carlos I de España firmó una Real Cédula en la que otorgó el escudo de armas y el título de ‘ciudad’ a San Francisco de Quito. La palabra ‘quito’, en cualquier caso, proviene de la lengua denominada chibcha y, allí, ‘quitu’ viene a significar ‘lugar o espacio en el centro del mundo’.

En el corazón del estudio/taller del escultor Amancio González, en las inmediaciones de Lorenzana (León), un perro mastín leonés me recibió con tanto ‘cariño’ que colgaba sus babas de emoción, sin importarle las corrientes de la estética. Ahora bien, ante la duda ‘de’ o por si acaso, no se alejaba de mi sombra ni para beber el agua de la lluvia, recientemente caída. Me sorprendió, no lo voy a negar, que jamás soltara un “¡guau!” perruno, ni siquiera para recibir al artista al que yo estaba esperando: Cosme Paredes, un ecuatoriano de nacimiento (Quito, 1947) y leonés desde hace muchos años

En su ciudad natal, Cosme Paredes ejerció de ayudante para uno de los mejores pintores del mundo: Oswaldo Guayasamín. Digo ‘mejores’ porque, en el año 1957, coincidiendo con una de las bienales de São Paulo, Brasil le otorgó el Premio al Mejor Pintor de Sudamérica. Un pintor que logró fusionar, con enorme éxito, el cubismo y el expresionismo con una peculiar temática indígena latinoamericana, centrándose en retratar la opresión, la pobreza y la lucha. Y si el dolor humano y las emociones se pueden definir con colores, los utilizados por el artista Guayasamín te rompen en pedazos el alma. Y con pedazos de chapa multiforme, un difícil puzle en toda regla, vi por primera vez una de las grandes obras de Cosme Paredes en Gordoncillo (León). 

El toro ‘Descarado” antes de engordar para ir hasta Gordoncillo (León).
El toro ‘Descarado” antes de engordar para ir hasta Gordoncillo (León).

Pero sin correr tanto y con las alas de un pasado (2005), quise sobrevolar el cielo de León para detenerme en las inmediaciones del río Bernesga y del viejo Convento de San Marcos; en las proximidades del Auditorio y del edificio de la Delegación Territorial de León. Allí, en una amplia esquina de la explanada, donde el viento no movía molinos sino muestras de admiración, iba surgiendo un Quijote muy especial al que Amancio González, su autor, quiso subir a tres metros de altura en un podio que pesaba doce toneladas. Artista que trabajaba y, a la vez, daba lecciones de golpes (al cincel) y de agarres (con el mazo) a un grupo reducido de interesados alumnos. Cosme Paredes –el escultor que salió hoy al encuentro de mi camino– ‘cayó’ por aquel escenario, tal vez empujado por el azar o tal vez para dejar bien claro que es el destino quien marca la ruta.

El caso fue que entre ‘hola, buenas tardes’ y ‘qué tal, ¿cómo te va?’, los dos artistas (Amancio y Cosme, Cosme y Amancio) no firmaron la paz, que ya existía entre ambos, sino el principio de un único fin: continuar hablando el mismo idioma que desemboca en una palabra mágica: arte. 

Amancio, a la vista de que Cosme no disponía del lugar adecuado para hacer realidad sus voluminosos sueños, le invitó a que montara su propia tienda de campaña (ya me entendéis) en uno de los rincones de su taller. Y, porque Cosme lo hizo, hasta allí fui a verle. 

Un perro mastín leonés me recibió con tanto ‘cariño’ que colgaba sus babas de emoción. Vale. Lo sé. Esas quince palabras ya habían salido antes de mi tintero, pero la realidad fue la que fue y así quiero continuar exponiéndola. El perro miraba a los gatos, que pululaban por aquel vergel escultórico sin inmutarse, y me miraba a mí con cara de querer que le acariciara su cabezota. Al hacerlo (al seguir con mis dedos la línea de su sutura internasal), parecía que entraba en trance. Los dos –para que nadie dude de mis fundamentos– esperábamos a que Cosme Paredes terminara de sacar de su particular zoológico artístico tan bellos ejemplares: un león, dos caballos, un águila, dos toros bravos y un carnero. Siete.

«Dicen los numerólogos –pensé– que el número siete simboliza la totalidad y la perfección». Andaba yo, aquel día, subido en mis especulaciones matemáticas y astrales, como el que sale a por pan y encuentra escrito en el cielo un poema visual tras otro en el movimiento de las nubes. Una tonta y silenciosa disculpa, en definitiva, para acercarme al maestro, extenderle la mano y… felicitarle. 

Se lo merecía. Y el hombre, tan humilde él, me ofreció una de esas sonrisas que te cautivan.

–Mi vida –me dijo– ahora tiene sentido haciendo estas obras. Tengo más ahí dentro que te las he de enseñar. Son más pequeñas y no están hechas con chapa.
–Claro que las veré. Pero por ahora…

Si miraba el águila con las alas desplegadas me entraba un escalofrío al pensar en aquellas culturas nativas americanas que la consideraban un tótem sagrado; un talismán protector que otorga fuerza, coraje y sabiduría. 

–Bien sabes, Cosme, que el escudo de Quito, tu tierra, lleva dos. Dos águilas y un castillo. Una pena que se olvidaran de representar a un fiero león, similar al que tú, aquí, me muestras.

Con las alas abiertas, el águila de Cosme parece levantar el vuelo.
Con las alas abiertas, el águila de Cosme parece levantar el vuelo.

(Y los dos nos reímos).

Al llegar al caballo con dos patas delanteras levantadas, haciendo un perfecto equilibrio…

–En la mitología griega –me iba explicando su autor–, el caballo en esta posición representaba la fuerza, el éxito y el poder.
–Lo sé, amigo mío. En aquella mitología, a un caballo así se le asociaba con los dioses del Olimpo, especialmente con Zeus, el dios del rayo y el trueno. Se le utilizaba también para simbolizar la victoria y el triunfo. Espectacular.

Y siendo espectaculares aquellas esculturas, lo son aún más cuando al artista le da por ‘alimentarlas con vitaminas férricas’ para que crezcan y engorden. Mantienen sus formas, sí, pero se elevan hasta alcanzar el tamaño real y pesar más de trescientos kilogramos. Dos de ellas, hoy, son públicas. La primera, un toro de nombre ‘Descarado’, se puede admirar en el Museo de la Industria Harinera de Castilla y León de Gordoncillo (León). Y la segunda, un caballo, bautizado como ‘Clavelito’, se encuentra en la Plaza de Andalucía, en Salou (Tarragona).

A Salou hace años que no voy, pero a Gordoncillo… Frente al toro de Cosme, o rodeándolo, hay que rendirse ante la tremenda fuerza que proyecta. Un toro de hierro, hecho con una extensa colección de chapas de buen grosor, con ‘pelaje melocotón oscuro’. Chapas cortadas con la sabia máquina de la inteligencia y ensambladas con el ‘mismo pegamento’. Un morlaco artístico que se recrea y solo arranca ante la muleta que le presentan los vientos. Quiero decir que está quieto, pero no lo parece. Te embiste con la mirada y muestra en sus músculos la potencia necesaria hasta obligarte a correr hacia los burladeros de esa harina con la que se amasa el pan. Pura magia visual. Arte. 

El principio de esta obra o de cualquier otra lleva por montera una sinfonía sobradamente conocida: un dibujo previo, un boceto en barro y… paciencia para ejercer como el mejor de aquellos que hacen de la geometría su modus operandi: cortar, soldar y aplicar los ácidos y la cera correspondientes a los triángulos, cuadrados, rectángulos, rombos, trapecios, circunferencias… 

Ya está. «Ahora, Cosme, cumple por favor con lo prometido». Y lo hizo justo cuando el mastín leonés –como ya había confianza– se acostó a mis pies.

Cuando el artista volvió a aparecer del interior de su templo traía consigo nuevas figuras, más pequeñas, pero igual de interesantes. Eran esculturas tradicionales, compactas, que, al haber sido trabajadas en bronce, mantenían el mismo aire creativo, la misma belleza y brillo. No hacía falta ser un experto para distinguir las horas que Cosme Paredes sufrió, viviendo, al lado de uno de los más grandes pintores del mundo: Oswaldo Guayasamín. Claro, pero para ser justo, antes de despedirme de él (y de ‘mi’ mastín), tengo que reconocer públicamente que es muy posible que la obra de este ecuatoriano, leonés por derecho, bebiera en las fuentes estilísticas de su maestro Oswaldo, no lo voy a negar, pero… nada que ver. Su estilo es especialmente único. 

Manteniendo el equilibrio, la fuerza, el éxito y el poder están asegurados.
Manteniendo el equilibrio, la fuerza, el éxito y el poder están asegurados.

 

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