La graciosa y conocida frase se la atribuyen a varios pero yo creo que fue don Pío Baroja el que se la dijo a un joven que empezaba a escribir en provincias: «Vaya usted a Madrid y póngase a la cola».
Me llamó siempre la atención que Victoriano Crémer pudiera hacer la carrera literaria que hizo en una ciudad como la nuestra en un siglo como el pasado sin irse a la capital. No sé donde leí que yendo al Ateneo de Madrid a dar un recital volvía en tren a altas horas de la madrugada por dormir en su almohada. Era un resistente, qué duda cabe, a esa descorazonadora recomendación del gran pesimista que fue Baroja.
A este caso sólo le encuentro pareja en el del poeta Gamoneda, que viviendo siempre en la provincia ha llegado a la más alta distinción de las letras hispanas, el premio Cervantes. Habla Gamoneda precisamente de esto en un pequeño texto titulado ‘De poetas provincianos’ en el que enumera ventajas no muy conocidas que la vida apartada de la metrópoli reporta al escritor: «Aun sin otorgar el aura que proporcionan las islas, los países exóticos o el vagabundeo, la provincia saca ventaja, posiblemente, a muchas de estas localizaciones o itinerancias señeras, porque en ella, hasta cierto punto y de vez en cuando, es posible salvarse: A) De la fascinación de turno. B) De los descubridores de talentos precoces. C) De publicar algunas de las cosas que no deben publicarse. D) De que alguna de estas cosas puedan ser tomadas en serio. E) Del fracaso por causas ajenas al mérito, y F) Del triunfo por causas ajenas al mérito».
Sabemos algo —por las memorias de Cansinos Assens por ejemplo— de los naufragios en los cafés y la bohemia de algunos de los aspirantes a artistas o escritores que navegaron siguiendo la recomendación de ir a Madrid —ese «rompeolas de todas las españas»— y ponerse a la cola. Sabemos más de los pocos que triunfaron y de los que se quedaron en provincias casi nada.
Los casos de Crémer y Gamoneda son luminosas excepciones pero el tiempo y la provincia tienen sus silenciosas venganzas. Leo estos días en unos diarios recién publicados una escena deprimente: Tres escritores entran a una librovejería local. Al principio no encuentran nada valioso. El que más busca halla algo insólito: ejemplares de ‘Orígenes’, la revista cubana de Lezama. A su lado gran cantidad de libros de poesía, de unos y de otros, todos dedicados por sus autores a la mítica revista literaria leonesa de postguerra Espadaña o a Victoriano Crémer.
Parece ser que este había donado parte de su biblioteca a las instituciones municipales y estas, a su vez y para hacer sitio en la grisura de quién sabe qué despachos de políticos ya olvidados, se la debían haber dado a la beneficencia, a quien el librovejero se la compraría como un lote a precio de saldo, como si esos libros fueran de cualquiera y no los hubieran firmado algunos de los escritores que ya están en nuestra historia de la literatura.
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