«Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia que mi único personaje inolvidable fue la lluvia»
(Pablo Neruda. Confieso que he vivido)
A la muerte de un escritor consagrado, Javier Marías, como un oficial de alto rango, debería acompañar la pregunta de cuántos son los escritores amateur, la tropa informe que constituye el grueso del ejército de contadores anónimos de historias. Haciendo un cálculo superficial, no menos de cien mil. Un ejército paralelo de escritores aficionados sin escalafón que defienden así todo un territorio de fronteras borrosas, a medio camino entre la profesionalidad y un mero entretenimiento. Sin otro reconocimiento que algún premio en un concurso menor, que la titularidad de un libro generalmente autoeditado, la inclusión de un relato en una de tantas revistas literarias... Y en ocasiones ni siquiera eso: seguir escribiendo para uno mismo o un grupo reducido de amigos, y colgarse alguna frase elogiosa, quizá forzada ¿Es una suerte merecida ese silencio en el que se desenvuelve la actividad de la mayoría de esa tropa infatigable de hacedores de historias y que causa estragos entre sus filas? ¿Qué alternativas se ofrecen para salir del anonimato o al menos alcanzar cierta difusión? Al hablar de ejército la comparación no es casual porque a la palabra se la ha considerado un arma cargada de futuro. Un arma para enfrentarse a la apatía. Un arma para lograr expresarse. Un arma para explorar. Un arma que en ocasiones se vuelve contra uno mismo y dar, así, por cerrado otro intento de escapar del silencio, a emerger de la niebla densa, en un paisaje desdibujado, que envuelve al escritor amateur.
¿Seguiría siendo todo lo mismo si esas cien mil voces callaran de pronto y un buen día dejaran de escribir? ¿Se notaría algún otro cambio que una reducción del consumo en electricidad de los escritores trasnochadores, que el descenso en la venta de papel en las papelerías, la merma de toma de café u otros estimulantes, o que se tuvieran que dejar de convocar todos esos concursos de incontables asociaciones culturales o ayuntamientos? ¿La actividad de escribir aporta algo que no es medible, ni visible, como piensan los creyentes que ocurre con sus oraciones? ¿O seguiría todo lo mismo y nadie echaría de menos la falta de unas historias que por otra parte no están dispuestos a leer? ¿El cambio afectaría solo a los propios interesados y ese vacío provocaría algún tipo de modificación social, inesperada y de consecuencias inimaginables, como un mayor número de suicidios, mayor consumo de ansiolíticos, o solo provocaría un malestar difuso en el entorno más inmediato de los escritores aficionados por los cambios de humor que acompañarían a dejar de escribir definitivamente?
Resulta incomprensible que no existan vías para que todo aquel que escriba pueda ofrecer el producto de su imaginación si ese es su deseo, que no exista una plataforma desde la que acceder a cualquier historia que nos atrae por su título, temática o frase con la que da comienzo, por el seudónimo, nombre u origen del autor, y en la que cualquiera pueda colgar su aportación. Esa plataforma funcionaria como un aspersor que reparte miles de gotas sobre las plantas de un jardín, en el que todas absorben el anhidrido carbónico de la indiferencia y devuelven el oxígeno de la lectura. Un silencio ahora roto por el sonido del agua al caer sobre las hojas. El perfume de la utopía, como quizá le hubiera gustado a Javier Marías, envolviéndolo todo.
¿Cuántos son? Un ejército de escritores anónimos
Por José Javier Carrasco
24/09/2022
Actualizado a
24/09/2022
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