Cuentos de la 'nueva normalidad': Después de Zweig

Antonio Toribios es el autor de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Antonio Toribios
22/07/2020
 Actualizado a 22/07/2020
| MARIO PAZ
| MARIO PAZ
Durante largo tiempo me dediqué a leer o releer mi biblioteca siguiendo el orden alfabético, al estilo de un personaje de Sartre que me había impactado en la adolescencia. La pandemia era un eco que, cada vez más tenue, me llegaba a rachas, mezclado con los aplausos de las ocho o los ruidos infames de un vecino aficionado al bricolaje.

Cuando terminé de leer a Zweig estuve releyendo aquí y allá, practicando el salto de caballo en los estantes, pero aburrido al fin me planteé un día volver al siglo, que es una expresión que decían en los conventos para referirse a lo de fuera.

Algo había oído, en los ratos que apartaba la vista de los libros, sobre un llamado ‘desescalamiento’ progresivo. En mi mente el palabro me había recordado aquello de: «Partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria». Enfermo de literatura como estaba, atribuí en mi mente la frase nada menos que a Cioran, seguramente, pienso ahora, por un burdo compadreo neuronal con ‘En las cimas de la desesperación’, uno de los libros que aún me quedaban por desempolvar.

La tal ‘desescalada’, según había captado entre lo oído al hombre de las cejas y lo observado a través de la ventana, había consistido en dejar salir a la gente sola o en mesnadas de próximos, organizando las sueltas por tramos de edad o necesidad de compañía. Así los viejos podían salir un rato por la mañana y otro por la tarde, los jóvenes y adultos igual, pero en franjas distintas. Más lapso horario tenían los acompañantes de los niños y aún más, sin tasa incluso, los felices paseadores de mascotas. Luego estaba la limitación espacial, que partía del propio domicilio y había que calcular con ayuda de un aplicativo. Los deportistas tenían un limbo, tanto cronológico como espacial, que no llegué a desentrañar, pues en ningún caso estaba yo dispuesto a calzar unas mallas o ponerme una cinta domeñando una inexistente cabellera.

Como no me sentía plenamente representado en ninguno de los apartados, y por evitar el mal trago de ser interpelado por la autoridad acerca de si me encontraba o no en el escaque espacio-temporal preceptivo, fui dando tiempo al tiempo.

Transcurrieron pues las distintas fases establecidas por los mandamases. Cada territorio autonómico, comarcal, municipal o sanitario, que nunca llegué a enterarme bien, a pesar de que levantaba a menudo la vista de los libros para fijarla en la pantalla, pasaba por unos periodos determinados en función de lo observado por un consejo de sabios cuya identidad era celosamente mantenida en secreto.

Así es que había una Fase 0, o de preparación, una Fase 1 en que se podía ir al bar, pero bebiendo a la intemperie, y al librero con cita, como al dentista. Venían luego la 2 y la 3, e incluso no sé ya si una cuarta.

Me mantuve en la hura. Tampoco tenía prisa. No quería sentarme solo a tomar una caña con pajita, mirando de reojo a otros solitarios que anhelaban mi marcha para ocupar mi sitio. Lo de ir a visitar a mi librero me inquietaba aún más. No solo por la posibilidad de que se empeñara en hacerme un empaste, sino por la realidad de tener que tocar los libros con una prevención que los iba a hacer aborrecibles a mis manos. Quizás en otra fase, o cuando se haya inventado alguna tecnología de bolsillo para desinfectar sin recurrir al chorro de lejía, me decía a mí mismo.

Así que seguí en casa, y me leí lo que tenía de Cioran, que me lo había saltado por si me deprimía, y de paso leí también algún libro marxista, de Groucho, claro, que los otros ya me los había leído cuando entonces.

A todo esto siguen cayendo las hojas del calendario. El sol está cada día un poco más alto sobre los tejados de las casas de enfrente. Las mesnadas de deportistas, viejos, niños, perros y amos pasan bajo mi ventana cada vez más escuetos de vestimenta. Siguen eso sí con ese aire de prisioneros a quienes han dejado salir a dar unas vueltas por el patio, o de bueyes que llevan conducidos al arroyo.

Un día me decido por fin a salir. Me asomo al exterior por ver qué me pongo. Hay de todo, manga corta, tirantes, camisa y algunos chaquetina por si refresca, como siempre. Así que miro en el armario y me encuentro con la sorpresa de que se me ha olvidado vestirme. Me refiero a ponerme algo que no sean pantalones de chándal y camisetas deslucidas. La lejía ha creado tendencia y hay poca gente que no haya arruinado toda su ropa con manchas aquí y allá, bien redondas de arrimar una cazuela o un vaso, bien de las que dividen el abdomen a la altura del ombligo, que es por donde suelen llegar las encimeras.

Opto al fin por unas bermudas y un polo y me echo a la aventura. No sin antes ponerme una mascarilla y calzarme unos guantes, como machaconamente nos han estado repitiendo. Y eso que debemos estar ya en la fase de la ‘normalidad’, eso sí de la nueva. Me bajo los cinco pisos por la escalera por aquello de no tocar botones, que nunca se sabe, y me planto en el portal, donde me cruzo con una señora tan embozada que sólo sé que es la vecina del segundo porque me gruñe el perro, que me tiene manía desde cachorro.
La calle está casi como siempre, es decir hay coches, viandantes, bares abiertos y comercios. Eso sí, la gente va con tapabocas y en las terrazas apenas algún osado toma un café solo solo, o sea sin compañía.

Me animo a llegarme hasta el centro, a ver si hay más ambiente. Paso por algunas tiendas de ropa, con su control de temperaturas en la puerta. No me animo. A fin de cuentas me he acostumbrado ya a andar siempre con lo mismo. Miro el escaparate de un par de librerías. Algunos usuarios hojean libros con guantes previamente desinfectados con gel hidroalcohólico, ese icono de la neonormalidad. Me da un poco de yuyu pensar en unos estantes tan esterilizados que a bien seguro habrán eliminado los que tengan un escarabajo como protagonista o algún poema dedicado a las moscas. Me voy pues y sigo mi peregrinar por esta normalidad tan rara.

La zona de paseo está más animada, aquí ya la gente prescinde de cubrirse media cara, e incluso camina en grupos apretados. En la calle de los bares el ambiente de fiesta es casi normal a secas, sin el neo. O sea, risas, cigarrillos y chocar de vasos. Si unas calles antes me deprimían los bebedores solitarios, me da miedo ahora esa repentina concupiscencia, así es que opto por tomar calles menos transitadas.

Mientras voy de regreso a casa, empiezan a encenderse las farolas y una tenue neblina invade el ambiente, como un velo incorpóreo que no sabría decir si está fuera o dentro de mi mente. Lo cierto es que me embarga de repente una tristeza que desemboca en nostalgia por aquellos tiempos en que vivíamos confiados (sin ‘n’) y alegres. Tiempos de besos sin barrera, de arrebañar juntos lo último del plato, de tocarlo todo sin remilgo y sentir al otro sin temor.

Llego al portal y se enciende entonces esa lucecita que me guía en los momentos de tribulación. Me acabo de acordar de un amigo que presume de leerlo todo en digital. Según él en Internet está la biblioteca universal, aquella de infinitos anaqueles que soñara Borges en su día, con celdillas innúmeras conformando un panal sin fin. En esa bi-blioteca no hay orden alfabético, todo va surgiendo según las intuiciones del lector, como salen las cerezas engarzadas en las manos ávidas de los niños.

Ya sé lo que voy a hacer de aquí a la próxima normalidad, la que seguirá a la nueva, tras la siguiente pandemia, y así hasta el fin, o hasta que el círculo regrese al punto de partida.
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