Cuentos de la 'nueva normalidad': Tinker bell

Mario Paz González es el firmante de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Mario Paz
17/07/2020
 Actualizado a 17/07/2020
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Era maravilloso ir volando como una cometa negra sobre los estanques, sobre las montañas. Observar desde el cielo los valles y los bosques como si fuesen minúsculos dibujos en la palma de una mano. Dejarse arrastrar por el viento sobre campos y praderas, sobre la tierra aplastada y nocturna. Desplazarse con aquellas alas negras, como de papel de seda, orientándonos en la oscuridad, rozando las nubes y, aun más allá, hacia una luna de leche o hacia las esferas de las estrellas, como si fuésemos a tocarlas, a acariciarlas con dedos temblorosos, extasiados.

Luego pasábamos el día boca abajo, durmiendo. Algo que, al principio, no dejaba de parecerme engorroso, pero a lo que luego me fui acostumbrando y cada noche, ya hacia la mañana, cuando los primeros rayos del sol asomaban, deseaba que llegase ese momento del merecido descanso.

Me había alojado en otras formas, algunas perezosas, lentas, que se desplazaban casi arrastrándose a ras de suelo, mirando el mundo en escorzo, y que se protegían encerrándose en un caparazón. O en aquellas otras, que se deslizaban sin patas entre el aroma de los tréboles al atardecer. Pero ninguna era comparable a la libertad que me ofrecía esta otra forma nueva. Ni tampoco al deseo de soñar desde el aire.

Una noche, de regreso, mientras volábamos sintiendo el viento que soplaba sobre nosotros y el aroma de la mañana cercana, escuché un sonido nuevo, extraño, como si fuese el bramido sordo de un gigantesco dragón moribundo. Entonces, cuando remontamos el vuelo, lo vi. Era como un enorme copo de nieve que estallaba en diferentes formas de colores (azul, verde, rosáceo como el reflejo del cielo) agitándose contra la arena.

– ¿Qué es? –pregunté a una compañera que volaba a mi lado.
– El mar.
– ¿El mar?
– ¿No lo conoces? –su cara mostró una delicada sorpresa–. Es inmenso, más que la tierra, que los ríos, que las montañas. Casi tanto como el cielo.
– ¿Tampoco tiene fin?
– En realidad, nadie lo sabe.

La noche siguiente, mientras sobrevolábamos las casas que dormitaban recogidas sobre sí mismas, el sonido del viento sacudiendo las hojas unas contra otras me recordó de nuevo el ruido del océano que había escuchado por primera vez la noche antes. Entonces me asaltó la idea.

– Quiero ir al mar –dije con firmeza.
– Ninguna de nosotras ha estado allí. Ni siquiera sabemos si nos estaría permitido –dijo mi amiga.
– Alguna vez tendrá que ser la primera. Quiero saber qué hay más allá, del otro lado de su inmensidad.

Las otras se miraron entre ellas y no dijeron nada, pero me pareció que me dedicaban una mirada compasiva.

Me despertó un ruido, un bullicio de gentes y me vi atrapada en una extraña forma, de nuevo lenta, adormilada, pero esta vez cubierta de escamas.

A mi alrededor, bajo un sol tibio y amarillo, había seres humanos que se movían cargados con bolsas, hablaban entre ellos, se tocaban, se desplazaban como hormigas blancas sobre una tierra oscura. Los había visto otras veces, pero no me habían llamado tanto la atención. Eran, me lo habían explicado bien mis amigas, los habitantes de las casas, los pueblos, las aldeas, las ciudades que veíamos tantas veces desde el cielo, a lo lejos, con sus luces amarillas.

Me fijé en una joven. Era diferente a los demás, no tanto en la forma de vestir como en la de mirar. Y en aquellos ojos, más grandes que los del resto, con una mirada melancólica que anunciaba soledad y noches frías. También tenía el pelo más claro. Junto a ella había un hombre, como los otros, pero de una edad similar a la de la chica.

– Pronto te irás –dijo él.
– Sí –musitó ella con un murmullo que sonó igual que una gota de rocío.
– ¿Quieres que sigamos viendo el mercado?
– Como tú prefieras –dijo ella con languidez.
– Te irás más allá del mar, lejos. ¿Quién sabe cuándo nos veremos de nuevo?

Con el ruido del lugar me costaba entender lo que decían. Pero aquella palabra no se me escapó. Habían dicho la palabra ‘mar’. Puse todo mi empeño en aquellos sonidos.

– Sí –dijo ella–, volaré sobre el mar, me iré lejos, muy lejos, pero sabes que podemos seguir comunicándonos. Que hay medios que acortarán las distancias.
– Pero no nos permitirán acariciarnos –dijo él con tristeza acercando su rostro al de ella.

Sus labios tibios estaban a punto de juntarse.

– Francesca… –musitó él.
– Jiang… –escapó de los de ella con una voz lánguida.

Entonces pareció que todo fuese a detenerse. Entonces hice algo de lo que me habían hablado, pero que yo nunca había experimentado y, por lo tanto, no sabía si, en realidad, sería posible. Calculé la distancia, me asomé al pequeño abismo sombrío que se interponía entre aquellos seres y yo y me lancé al vacío, dejándome llevar hacia ella con los ojos cerrados.

Cuando volví a abrirlos sentí un ligero estremecimiento y un calor que me recorría el cuerpo. Estaba observando el mundo desde un lugar nuevo. Desde los ojos grandes y brillantes de la joven, intentando pensar desde el interior de su cabeza, oliendo el aroma del mercado desde la cavidad de su nariz, escuchando los sonidos del mundo a través de los pabellones de aquellas orejas pequeñas. Entonces quise decir algo.

– Me iré, sí, pero volveré y todos verán que es posible ir más allá del mar.

Jiang la miró con ternura. Francesca hizo un gesto de extrañeza como si le costase reconocer sus propias palabras. Sus enormes ojos se abrieron todavía más. Una de sus manos soltó la de Jiang para alzarse. Miró el reloj.

– Debemos marchar.
– Esta tarde saldrá tu avión. Quedan cosas por hacer –dijo él.

Se cogieron de nuevo la mano, acariciándose, y marcharon en dirección a la salida del mercado de Wuhan.

Aquella tarde, mientras sobrevolábamos el océano, pensé en todas las aventuras que me esperarían más allá. Conocería nuevos lugares, nuevas gentes, quizás otros como yo, quién sabe. Tendría que intentar recordarlo todo para contarlo cuando pudiese regresar.

Mirando de nuevo por la ventanilla del avión aquella inmensidad que llevaría allí, esperando, desde un tiempo tan antiguo como el cielo, y que yo apenas había conocido hasta unas semanas atrás, pensé en la hermosa libertad de volar de nuevo como una pluma, como un abanico. Vería por fin el mundo. Me embargó una felicidad súbita.

Una sonrisa, como el frescor del alba, asomó a los labios de Francesca llenando su mente de recuerdos mientras cerraba los ojos y comenzaba a dormitar.

Sin duda, pensé, iba a ser divertido.
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