Al comienzo de cada curso académico leía su nombre en la lista de profesores pero nunca apareció. Yo escogía siempre aquella asignatura de cine que luego tuvo también un buen docente, Pérez Millán, aunque anduvo este muy preocupado entonces en demostrarnos la subliminalidad erótica existente tanto en spots publicitarios de ese tiempo como en films de los más viejos. Su metodología tuvo un momento estelar en el prodigio eyaculador de una máquina ordeñadora que hizo llover leche la primera noche que llegó a una granja soviética en una de las películas mudas de Serguéi Eisenstein, el de la mítica escena de la escalinata de Odessa en el ‘Acorazado Potemkin’.
No sé qué clases nos hubiera dado José Luis Cuerda, las debió impartir justo hasta el año anterior al que yo ingresé en la universidad, durante cuatro o cinco cursos. Su película más conocida y recordada esta semana en que ha muerto, ‘Amanece, que no es poco’ (1989), —una pieza extraordinaria y única— no la tengo por cine propiamente sino por otra cosa que no sé qué es y que tal vez al final de este artículo llegué a identificar. Se trata de una sucesión de conversaciones puestas en la pantalla por la voz de los actores, pero tampoco se podría decir que es un cine literario, acaso teatral, una serie de diálogos hechos imágenes sin alardes de montaje ni encuadres sorprendentes o ángulos inéditos, sin movimientos audaces de la cámara. El pueblo que retrata es reconocible en todo menos en sus diálogos y esos diálogos sólo incorporan una cosa insólita: la elocuencia. Así, por ejemplo, cuando los estudiantes americanos que deambulan observando la vida cotidiana de aquel pueblo preguntan a un lugareño si les sería posible asistir a misa este les responde que no le es posible contestar una cuestión tan compleja porque él es un ser muy elemental, sólo interesado en los placeres primarios. El humor se produce así pues en el encuentro inesperado entre la elocuencia y la realidad vulgar, en que la propia realidad se nombre a sí misma con el lenguaje pomposo de lo culto. Ese recurso es el que crea una alegoría en la que se ve que todo sigue igual pero donde todo es verbalizado, hablado. También aparece la retórica democrática: borracho, cura, alcalde, tonto, puta o adúltera serán los mismos de siempre aunque su nombramiento sea sometido al voto.
La simbología que parece más clara de primeras es la que no estoy seguro de desentrañar al completo: la de los hombres que aparecen en los bancales. Garcinuño ha quedado a medio nacer, tiene las barbas y los cabellos largos y canos como de llevar mucho en la tierra en la que está aún de cintura para abajo, ha envejecido en ella. Se dice que está en el bancal desde el siglo XVII, es un sabio que se ha agostado. De hecho le dan la extremaunción sin arrancarlo y muere sin brotar. En ese pueblo donde todo es como siempre pero en el que una extraña elocuencia se ha implantado los hombres nacen en los bancales espontáneamente. Garcinuño es lo que no acaba de nacer en España, lo que es abortado, probablemente lo mejor. El pobre hombre reclama atención de los campesinos que pasan y le pide a uno que le traiga algo del poeta Góngora, porque ese día dice tener «cuerpo de Góngora».
Qué duda cabe que la película habla de España, es la España de la Transición a la que se parodia mientras se incorpora a la modernidad con un espectacular retraso y de una forma afectada, bufa, algo ridícula, demasiado elocuente, redicha. No obstante Cuerda se corrige a sí mismo en el último momento. Al titularla debió ver que el hecho de que el país amaneciera a la democracia, aunque fuera así, no era poco.
Ahora que Cuerda está en los cielos —parafraseando aquella otra obra española que lo decía de Gary Cooper— nos toca seguir pensando en lo que hay de nosotros en su cine, en lo que revela su humor, nos toca seguir escuchando las lecciones que nos dejó en sus películas aunque no acudiera a dar aquellas clases.
Cuerda que estás en los cielos
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12/02/2020
Actualizado a
12/02/2020
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