Cuerpos: El 'Putto'

Basado en la fotografía del artículo ‘Cinco figuras anónimas o la verja de la catedral’

José Javier Carrasco
09/07/2022
 Actualizado a 09/07/2022
| MAURICIO PEÑA
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Empezamos un día nublado que amenazaba lluvia. Nuestro cometido consistía en cavar una zanja que rodease el perímetro de la Catedral para levantar en ella una verja. Era un suelo compacto que hacía muy difícil nuestro trabajo. Lo supervisaba directamente el arquitecto, alto y de mirada melancólica. Cuando empezó a llover, permitió que nos refugiáramos en el templo. La luz que se filtraba dentro, a través de los llamativos colores de las vidrieras, mostraba un tono apagado como el del cielo aquella mañana; luz, en realidad, igual de triste que la mirada del arquitecto. Mientras yo admiraba el rosetón central, le oí decir mi nombre, pidiendo que me acercase. Preguntó – debía considerarme el más fiable de todos los peones – cuánto creía que nos llevaría tener terminada la zanja. Le respondí que era difícil realizar un cálculo. Estábamos en tiempo de lluvias y podían repetirse más días como aquel. Ajustó, pensativo, la casaca y pasó la mano distraído por la peluca, me dio la espalda y salió fuera. Poco después volvía para decirnos que había dejado de llover y que podíamos continuar. Antes del mediodía desapareció de pronto dejándonos solos. No regresó hasta una hora más tarde – nos disponíamos ya a comer – con un rollo de papel en la mano. Me llamó y lo desplegó ante mí. «Solo es una aproximación de lo que he proyectado para la verja, en lo que ves falta aún lo que tengo pensado para el remate de la primera columna; mañana, si hay tiempo, te enseñaré el ‘putto’ que irá encima», añadió mientras enrollaba el papel. Pensé que aquella palabra, «putto», nada tenía que ver con un insulto, sino que era solo una forma culta de referirse a un objeto que yo desconocía.

El día siguiente el cielo también amaneció cubierto. Apenas iniciado el trabajo, el arquitecto hizo un gesto para que le siguiera. Se adentró con paso decidido en las naves de la Catedral. Se movía con la seguridad de quien podría hacer el mismo recorrido a ciegas. Cruzó una puerta, salió al claustro, sumergido en una luz dudosa, e indicó que me acercara a un sepulcro en el que descansaba otro rollo de papel. En él, tan solo abocetada, había una escultura de un niño desnudo que posaba una rodilla sobre una columna. Comprendí, antes de que dijera nada, que el dibujo representaba al ‘putto’. «Mi hijo sirvió de modelo», explicó como si fuera consciente de que no era necesario pronunciar la palabra ‘putto’, recalcar lo obvio. Sin mirarme, se apresuró a plegar el papel y pedirme que retornara al trabajo. Debió permanecer un tiempo en el claustro, antes de regresar de vuelta con nosotros. Un gesto de manifiesta satisfacción asomó en su rostro al ver a una mujer embarazada, en compañía de un niño, dirigirse a su encuentro. Sin esperar a que llegaran a su lado, avanzó hasta ellos, se inclinó, cogió al niño y, levantándole en brazos, lo besó en los labios. La mujer volvió entonces la cabeza en nuestra dirección. Él hablaba ajeno a cuanto sucedía alrededor. Posó al niño en el suelo y me llamó. Querían subir a una de las torres y yo me encargaría de cuidar del pequeño mientras ellos permanecían arriba. El crío me estudió con curiosidad y sonrió cuando su padre, señalándome, le susurró algo. A diferencia de los ojos del arquitecto los suyos brillaban con un tono risueño que parecía la muestra de acogida a su mundo, tal vez limbo, de ‘putto’. Dijo adiós a sus padres y me ofreció confiado la mano.

Una mañana, el arquitecto se acercó hasta donde yo estaba e interrumpió mi tarea para pedirme que le acompañase a su casa. Llegamos a una calle desierta desconocida para mí. Caminaba delante, en silencio. Se detuvo ante una vivienda de una sola planta; antes de entrar, anunció que su hijo me esperaba. Me condujo hasta una pequeña habitación. En una cama se encontraba el pequeño acompañado por su madre, aparentemente dormido. Abrió los ojos y sonrió al descubrirme. Le castañeaban los dientes. Me comunicaron que llevaba enfermo desde el día que visitó la Catedral. Aunque la fiebre le consumía, la noche anterior, por alguna razón, mostró deseos de verme. Debía evitar que se fatigase y no permanecer mucho tiempo a su lado. Ellos esperarían fuera. Me aproximé a la cama sin saber qué debía hacer a continuación. Como si adivinase lo que ocurría, sacó la mano derecha y la dejó a mi alcance. La tomé con cierta aprensión. Cerró los ojos y la respiración se hizo más profunda. Poco después, dormía de nuevo. En el intervalo que estuvimos juntos dentro de la Catedral apenas hablamos. No se soltaba de mi mano como si temiera perderse, apretándola si escuchaba los pasos de alguien acercándose. Salimos al claustro y le llevé hasta el lugar donde su padre desenrolló el papel que mostraba su transformación en un ‘putto’. Fue entonces cuando me contó que tenía un gato y que también tuvo un jilguero, aunque acabó muriéndosele. Le pregunté si el gato no intentó comerlo antes. Sonrió, soltó la mano y permaneció callado. En el momento de irse con su madre, me ofreció la mejilla para que la besara. Una de aquellas noches soñé con él. Mejor, con una escultura como la del dibujo que me tendía la mano. Al cogerla experimentaba una sensación áspera, casi dolorosa. Intentaba liberarme, pero la figura estrechaba más el contacto. Sentía como una corriente sutil fluía de la punta de sus dedos, cómo me iba recorriendo. Cuando el flujo cesó, yo era otra estatua de piedra. Días después averigüé por el arquitecto que su hijo había muerto, y había elegido la madrugada de aquel extraño sueño para viajar a su limbo de ‘putto’. Supuse, con el temor del supersticioso, que allí debía esperar, paciente, mi llegada, para acercarme la mano una vez más. Ahora, ya viejo, no importa demasiado qué aguarda tras la última puerta por cruzar; quizá solo una eternidad de cuerpos de piedra como los del sueño.

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