Te va a encantar, en serio, y ésta es la mejor época para visitarlo –le decía Marta a su amiga Anita, que escuchaba con poco entusiasmo. Su intención era sacarla de casa; desde que lo había dejado con Tony, el mundo se le había roto y era un mar de lágrimas.
– ¿Sabes porqué lo llaman Valle del Silencio? –continuó–, porque allí la naturaleza enmudece. Cuentan que en el siglo X hubo un monje santo que se instaló en una sus cuevas y, como el sonido del río le molestaba para meditar, le rogó que se callara. El riachuelo le obedeció y se volvió subterráneo. Desde entonces, desde hace tantísimos años, la gente sube hasta la gruta para pedir favores al Santo, que allí sigue el hombre, bien plantado en una estatua. He leído que, por dentro, las grietas están plagadas de cartas con las peticiones de los peregrinos: que si quiero encontrar trabajo, que si a ver si se cura mi prima, que si…
– ¿Y qué pretendes que le pidamos? Mira que te gustan esas cosas.
– No, nada, lo que digo es que es una ruta preciosa y podíamos hacerla. El paisaje merece la pena.
Lo cierto era que si Marta había elegido ese destino, no era solo para contemplar árboles, sino porque la milagrería le chiflaba, y estaba dispuesta a hacer lo que fuera para arreglar la relación de sus dos amigos. Eso sí sería un milagro. Así de mal estaba el tema.
Pero Anita conocía bien a su amiga, sabía de sus aficiones y de su capacidad para conseguir lo que se propusiera. Por eso dejó que la asaltara la imagen de Tony y, tras un fogonazo de esperanza, los ojos se le humedecieron. ¡Cómo le gustaría caminar junto a él entre esas rocas! Con Marta no sería lo mismo. Aunque, tenía que reconocerlo, la muchacha se desvivía por ayudarla. ¿Y si fueran ciertos los poderes del Santo?
– Bueno, vale, vamos las dos. Solas. Lo del silencio me convence. Así no hablas mucho; no quiero que aproveches para darme la paliza con eso de que tengo que divertirme y salir más. Ya te he dicho no tengo ganas.
Y llegó el día señalado. Ana se preparó desde muy temprano para esperar a Marta. Esa noche la impaciencia no la había dejado dormir. Antes de acostarse había escrito una carta al eremita, a ese humano que también tuvo deseos y al que el cielo supo escuchar.
Ya en la puerta, mientras se reajustaba la mochila, le sonó el móvil.
– Lo siento Ana, abortamos misión. Me acabo de caer por la escalera y tengo el tobillo como un botijo. Supongo que será solo un esguince, pero como comprenderás no puedo llevar el coche y mucho menos caminar.
A Anita se le atascó la garganta con un «mierda» que no dejó salir –¡qué contrariedad!–, pero tocó el bolso del pantalón, con el papel bien dobladito dirigido al hombre bueno y enseguida reaccionó:
– No importa. Voy a buscarte en mi coche y te llevo a urgencias.
– Se agradece, pero no es necesario. Ya me puse hielo, creo que con quedarme en reposo bastará. Pero…, si pudieras interceder por mí ante San Genadio… Ya que estás dispuesta a sacar el coche, ¿porqué no vas tu sola? Te vendrá bien. Lo único que…
– ¿¡Qué!?
– Que si pasas por aquí antes de ir, te doy una notita para que la dejes entre las grietas de la gruta. En mi nombre. No la leas que, si no, no se cumple. Es que ya la había escrito. Y no pienses cosas raras, que lo hace todo el mundo. Estoy segura de que se va a conceder.
No necesitó mucho más para convencerla. Total, el itinerario estaba preparado y, aunque aún se hacía la incrédula, Ana empezaba a interesarse por lo sobrenatural. Le convenía. Así que se puso en marcha.
Tras una hora de viaje se plantó en Ponferrada. Le entró hambre, pero no quiso parar a desayunar; había leído algo sobre un pequeño bar en Peñalba de Santiago y le apetecía tomar allí un café antes de iniciar la ruta.
El problema fue la subida a Peñalba, unos 14 km. de carretera sinuosa con un importante desnivel. Parecía imposible que pudieran caber dos coches. Conforme el camino se estrechaba, Ana rezaba con más fuerza para que no se le cruzara ninguno. Hasta que al pasar por lo que parecía un monasterio resucitado, fue ella misma quien se cruzó, porque al ver las ruinas dio volantazo y casi mete una rueda en la cuneta. El corazón le brincó y las lágrimas saltaron de pura desesperación. Un coche que venía detrás pegó un frenazo.
–¿Le ha pasado algo? –salió voceando el que lo conducía. Pero al ver a Anita en tal estado de ansiedad, bajó el tono para sugerirla que respirara despacio y que, si quería, él mismo la ayudaba a enderezar el auto.
Y no solo se lo enderezó, sino que cuando dejó la carretera libre, se colocó delante para abrirle paso hasta arriba, hasta la entrada del pueblo, donde ambos aparcaron sus coches.
Anita, ya más tranquila, empezó a notar en el estómago una mezcla de revoloteo y ladrido, éste último como el de un perro que se le aceraba y no le inspiraba demasiada confianza. Quizá fuera por esa razón que prefirió continuar acompañada, para hacer piña contra el chucho, aunque también pudo influir que su salvador –que, por cierto, se llamaba Salva– estaba como un queso. La cuestión es que le ofreció a éste un desayuno en el bar en señal de agradecimiento.
Y ni Anita ni Salva pudieron explicarse lo que pasó después. Tal vez fuera efecto del café en aquella espectacular terracita desde donde se intuía la magia del valle, o el resultado de llenar juntos las cantimploras con el agua cristalina de la fuente, sin dejar de mirarse a los ojos; o pudo ser el sabor de las moras que encontraron al inicio, y que Salva recogió, aún a riesgo de pincharse con las zarzas, para ofrecer a Anita, en los labios, las más jugosas.
El caso es que el muchacho cambió su destino inicial, que era seguir el curso del rio Oza hasta Montes de Valdueza, por la cursilería de visitar la cueva de San Genadio –eso fue lo que pensó al principio cuando Ana le contó sus planes–, pero la chica le gustaba a rabiar y no le importaba modificar el rumbo –ni la forma de pensar–.
El tiempo se detuvo sobre la densa vegetación. Encinas, robles y castaños les acogían bajo la vigilante mirada de las montañas. Solo se escuchaban los pájaros y el murmullo de un arroyo que actuó como detonante para que ambos tortolitos se tomaran de la mano al atravesarlo. Así continuaron el sendero, saltando de piedra en piedra, enlazados hasta la mismísima entrada de la cueva.
Entonces Ana tocó el papel que llevaba en el bolsillo, tan dobladito, tan mono, en el que la noche anterior había solicitado el milagro por escrito: que Tony la llamara, que volvieran. No lo sacó. Se hizo la tonta. Sujetó con más fuerza la mano de Salva y los dos entraron a curiosear el interior de la gruta.
Velas y más velas, todas encendidas. Increíble que no se apagaran. Y en los agujeros rocosos que rodeaban al Santo, puntitos blancos hechos bolitas: las peticiones colocados con esmero para que se cumplieran los sortilegios.
Salva escribió algo en un libro grande a los pies de la estatua. Después le dio un beso a Ana:
– ¿Te vienes conmigo a Remolina? Hay una playa fluvial. Podemos tirarnos en el césped y después meternos en el agua.
Ana le abrazó por toda respuesta, pero antes de salir se acordó de la nota que le había entregado Marta. Sin más, la arrugó para que cupiera en el orificio de una piedra, y allí la dejó.
Ya dentro del coche, a Anita, con el morro de su auto casi pegado al de Salva para iniciar el descenso desde Peñalba, no se le ocurrió otra cosa que mirar el móvil. Dos llamadas de Tony y un mensaje en audio del wassap de Marta:
– Ay Anita, no te lo vas a creer, pero sé que has dejado mi papel en la cueva, porque lo que pedía se ha cumplido. Tony se enteró de lo de mi esguince y acaba de venir. Está muy triste. Va a llamarte. Quiere volver contigo.