La decidida resistencia de Cacabelos y Toral de los Vados

José Cabañas, gran estudioso de la guerra civil en León, cierra con esta quinta entrega la serie dedicada a recordar los primeros días del golpe militar a través del relato de dos izquierdistas represaliados: Luis Gamonal y Progreso Díez

31/07/2024
 Actualizado a 31/07/2024
La estación de ferrocarril de Toral de los Vados (en 1926) en cuya plaza tuvieron lugar algunos de los incidentes que se relatan. | ARCHIVO DE JOSÉ CABAÑAS
La estación de ferrocarril de Toral de los Vados (en 1926) en cuya plaza tuvieron lugar algunos de los incidentes que se relatan. | ARCHIVO DE JOSÉ CABAÑAS

El comandante de la fuerza [Jesús Manso Rodríguez] creyóse en el deber de arengar a sus soldados y al pueblo allí congregado, y subiéndose a una camioneta prometió solemnemente aplastar a los anarquistas y demás izquierdistas y regresar a los pocos días triunfante, después de haber tomado a Madrid, trayendo, como trofeo glorioso, la cabeza y el corazón de Azaña [Díaz, Manuel], jurando por su «dignidad» de militar que, delante de aquel pueblo allí congregado, había de comer asado el mencionado corazón.

A las doce del día partieron para Cacabelos, dando vivas al fascismo, a Falange y a Franco, sin faltar los gritos de «¡Arriba España!» y saludando con el brazo extendido.

 

Cacabelos, el primer incidente

La llegada de las fuerzas facciosas a Cacabelos, ya esperada por los facciosos locales, fue medianamente triunfal. Congregados en la plaza y la carretera los esperaban, llegando alrededor de la una de la tarde y sin hallar resistencia de especie alguna. Mandaron preparar comida mientras nombraron la nueva Gestora Municipal, y constituyeron el grupo de Falange encargado de mantener «el orden» en lo sucesivo, quedando de jefe del mismo un tal Alberto (a) «El Tragador», y de suplente Justo [González Otero], entonces secretario del Juzgado Municipal de Cacabelos, hombre de sanguinarios instintos, y en la que formaban, entre otros, «Vitin», Manolín, el de doña Margarita, que se ofreció para verdugo; «El Cascote», Miguel López Santín, «Pepín» y «Dimas» Santín; Baró, el carnicero; Félix Luna [Luna], Julio y Juanito Moyano [Burgueño], «Porrete» [Daniel García López], Miguel y «Charlot» de la Serrana, Félix y César Garnelo [Fernández], «Jotita», Ricardo Lobato, el médico Santos Rubio [Rebolledo], Francisco Lindoso y sus dos hermanos (a) «Tinto» y «Perrín», Antonio Garrido, José, el hijo del maestro don Florencio; Antonio Sánchez, Julio [García López] (a) «El Porrete» y muchos otros, hasta sumar unos 45, a los que armaron de rifles y escopetas, algún fusil y varias pistolas.

Paseáronse los soldados por el pueblo, obligando a los transeúntes a saludar con el brazo extendido y dar vivas a España, al «ejército liberador», al fascismo, a Falange y a Franco.

Después de comer y beber abundantemente, subieron a los vehículos para proseguir su camino hasta Madrid, en busca de la cabeza de Azaña. Anotaremos un hecho significativo: mientras los oficiales comían en una fonda, alguien les dijo que caminaran con precaución camino de Ponferrada, que unos anarquistas de Fabero habían salido para dicha villa con un camión cargado de dinamita, y que tal vez se hallaran con ellos a su regreso.

Este aviso puso en guardia a los jefes sublevados, que ordenaron marcha lenta, haciendo frecuentes paradas para atisbar el camino, avanzando con precaución y llevando, como conocedor práctico del camino y de los habitantes de la villa a Julio Moyano, momentos antes libertado de la cárcel de Villafranca, donde se hallaba detenido por faccioso.

No habían caminado un kilómetro los facciosos cuando divisan la camioneta tripulada por los compañeros Rueda, Lorenzo García [Silva «Mangueliño»] y otros tres, a la que dan el alto, descargando simultáneamente varias ráfagas de ametralladoras que se estrellaron contra el motor, no sin herir al compañero Lorenzo García en una pierna y a otro compañero en una mano, seccionándole algunos dedos.

Una vez detenidos les mandan bajar de la camioneta, poniéndoles en fila, los brazos en alto para registrarlos, mientras otros inspeccionan la camioneta, en la que no hallaron nada, Cuando todos estaban en fila y brazos en alto dejábanse cachear, sucedió algo inaudito. Jacinto Rueda, que sabía que aquella detención le costaría la vida, se jugó la última carta poniendo en acción cuanto tenía y valía, saltando y corriendo como gamo, saltó la cuneta y los zarzales que bordeaban las viñas, zigzagueando a toda velocidad por entre las cepas, perseguido de cerca por las repetidas descargas de fusilería, azuzados los soldados por los oficiales que les mandaban tirar más bajo, hasta perderse tras un montículo próximo que le puso a salvo de los proyectiles, sin haber conseguido herirlo.

Tras este incidente cachearon a los restantes, sin hallarles nada delictivo. El capitán-médico de la expedición hizo la primera cura a los heridos, lamentándose, hipócritamente, de la tremenda equivocación sufrida al disparar, confundiéndolos con otros, lo que sentía profundamente. Agregando que las heridas carecían de importancia y que él mismo se tomaría la misión de curarlos para reparar, en parte, el daño que les habían hecho, y cerciorarse si los trataban bien o mal, ordenándoles se fueran a sus casas.

Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Cacabelos en una exposición del Marca.
Plaza Mayor y el Ayuntamiento de Cacabelos en una exposición del Marca.

Apenas habían partido las fuerzas, llegó «el Tragador», jefe de Falange del pueblo, insultando a Lorenzo con las palabras más soeces, ultraje que no pudo resistir su compañera [Manuela Faba Barra], afeando el proceder del sujeto elevado a Dictador en aquel feudo, diciéndole que Lorenzo era más hombre que él en cualquier terreno que se colocaran, con cuyas palabras se ganó la enemistad de los fascistas sufriendo las terribles consecuencias de «su justicia».

Cacabelos permanecía con los balcones y corredores de la carretera general adornados por los fascistas, y las campanas, tres días silenciosas, volvieron a herir los tímpanos en jubiloso volteo, anunciando la fiesta. Bastantes hombres, silenciosos, hieráticos, rumiaban su dolor en las sombras de sus casas, temerosos de salir a la calle..

 

Toral de los Vados

En Toral de los Vados reinaba gran inquietud y nerviosismo desde que se tuvieron noticias de la sublevación facciosa, anunciada por la Radio y por la Prensa; ojo avizor, para dar cumplimiento a los mensajes dirigidos por ambas sindicales al pueblo, tomadas las medidas que aconsejaban las horas graves que vivía el proletariado español para cortar el paso al fascismo, estaban los trabajadores.

El Sindicato de Obreros del Cemento reunióse, tomando acuerdos, que consistieron en la requisa de armas a los desafectos al régimen, y de los explosivos de Cosmos, que llevaron a Ponferrada, montando vigilancia por el pueblo. Los más animosos fuéronse a Ponferrada con sus escopetas, dispuestos a vender cara su vida.

Bastantes compañeros se agregaron a los de Fabero, a los que les unían solidarios víncu-los ideales, para seguir juntos la acción por tierras de León y de Asturias. Otros regresaron a Toral, permaneciendo ojo avizor, mientras pequeños grupos requisaban armas por los pueblos de los alrededores, y un compañero estaba constantemente en Teléfonos, comunicando con Ponferrada, Villafranca y León.

Los más significados facciosos habían huido de Toral. Los Vila habían sido apresados por los nuestros en Taracedo, dejándoles en libertad sin haberles hecho nada.

El día 22 comenzaron a regresar los fascistas, entre ellos los Vila [Matías Vila Ramos] y los Parra. A eso de la una de la tarde llegó a Toral la camioneta del «Fresquero», en servicio de vigilancia y observación, regresando a Villafranca como a la media hora. A las tres de la tarde presentóse un autocar cargado de guardias civiles, los que emplazaron una ametralladora en la Plaza de la Estación, descargando al aire algunas ráfagas para atemorizar al pueblo. El sargento de la Guardia civil [Tomás Pérez Pineda] dirigióse al café de Iglesias [Silva, José], golpeando las cerradas puertas. Nadie quería salir, por saber ya de lo que se trataba. Por fin salió «Panchito» [José Álvarez Ares] el panadero, y detrás todos los que se hallaban en el café. El sargento comenzó a gritar: «¡Arriba España!», sin obtener otra respuesta que: «¡Viva España!». El sargento, indignadísimo, contempló aquella masa humana, a la que no veía armas, pero que podía tenerlas ocultas y darle un buen susto, y dispuesto a vengarse, retiróse, esperando mejor ocasión, regresando con la fuerza a Villafranca.

Ante el mal cariz que tomaban las cosas, muchos partieron hacia Ponferrada y otros pue-blos. Las noticias recibidas empeoraban la situación por su confusionismo, habiendo de cierto, en medio de aquel maremágnum, las llamadas de ambas sindicales y la suspensión de los trenes, que no circulaban desde el día 19, patentizando la gravedad de la situación que se vivía en España.

Al atardecer, Vila, sus sobrinos y los de don Belarmino y varios más se apoderaron de To-ral sin hallar la menor resistencia, ya que los nuestros se habían marchado a otros sitios para contener la marcha del fascismo. Acto seguido instalaron el cuartel de Falange en Teléfonos, montando guardia por el pueblo, para lo cual echaron mano a todos los que se habían rezagado, obligándolos a patrullar por las calles, escopeta al hombro.

Desde ese momento, Toral estaba virtualmente en su poder. 

José Cabañas (www.jiminiegos36.com) es autor de ‘Cuando de rompió el mundo. El asalto a la República en la provincia de León. Con una primera parte en 2022 y la segunda en 2023 (Ed. Lobo Sapiens)

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