Descifrado el enigma

El autor de Vidanes, José Antonio Llamas, llega este martes al serial ‘El Decaleón’ de La Nueva Crónica con un relato escrito coincidiendo con el 78 aniversario de la muerte del poeta de Orihuela Miguel Hernández

José Antonio Llamas
14/04/2020
 Actualizado a 18/05/2020
"Aquel sacerdote tenía a su cargo una vieja biblioteca donde se reunían en tertulia  los hijos díscolos de la ciudad".
"Aquel sacerdote tenía a su cargo una vieja biblioteca donde se reunían en tertulia los hijos díscolos de la ciudad".
Con motivo del 78 aniversario de la muerte de Miguel Hernández (28.3.1942) escribo este  28 de marzo de 2020, y en plena pandemia del virus que nos tiene en clausura, escribo estas líneas acuciado por la urgencia de revelar la solución de un enigma que se mantuvo vivo hasta la muerte de aquel Sr. Obispo de nuestra juventud seminarista. Y creo que el enigma aún pervive, a pesar de los varios estudios publicados al respecto. Se trata de su intervención en el final un tanto abrupto del gran poeta de Orihuela, del que fue paisano y amigo, y protector siendo canónigo en su tierra. Ya obispo, y dotado de un poder enorme en el franquismo, se rumoreaba que no hizo mucho por él pobre poeta, por sacarle de la cárcel, aunque sí de la condena a muerte a la que había sido sentenciado al terminar la guerra.

Hace años me llegó una propuesta insólita: hacerme cargo de la biografía de aquel sacerdote que había sido mi profesor en el seminario, mi maestro de filosofía y literatura, y que había fallecido joven a consecuencia de su excesiva afición a los libros y de su vida sin hacer ejercicio alguno. Estaba al cargo de una vieja biblioteca que tenía fama de mantener una tertulia a la que acudían todos los hijos díscolos de la ciudad, de la que no salía más que para dar un paseo por el Parque con algún amigo, fumando cigarro tras cigarro. Eso y la amargura de haber sido expulsado del cabildo de la catedral debió roerle la moral, ya que, según solía decir a quien quisiera oírle, de entre todos los curas de la diócesis, incluido el obispo, él era el único que creía en Dios, al menos en el verdadero. Pero el Sr. obispo no opinaba lo mismo y, habiendo llegado a sus oídos aquello, le amenazó con suspenderle «a divinis»; así que aceptó ejercer de beneficiado, cargo que le reducía el sueldo a la mitad, y con más obligaciones como la de acudir a diario a cantar maitines, vísperas y laudes, él, que ni tenía voz ni oído.

Fue una sobrina suya la que me citó en la Plaza de las Palomas para hacerme entrega de un maletín de cuero en el que, según ella, su tío había guardado  documentos «esenciales» en su trayectoria. Acordamos mis honorarios y el tiempo de entrega y, a partir de entonces, dediqué todo mi tiempo libre a investigar la vida y milagros de Don Fructuoso Sahelices, que así se llamaba el cura.

Un documento me llamó inmediatamente la atención. Se trataba de una carpeta de plástico en cuyo interior había unos folios con el membrete del Diario del que Don Fructuoso fue director. Escritos a máquina, llevaban el título: «Por qué el Sr, Obispo dejó morir en la cárcel al poeta Miguel Hernández» No esperé a llegar a casa en el barrio de El Ejido. Entré en el café Vitoria, a tomar un café y a comprar tabaco al «cerillas» Nicolás Alonso, un mutilado de guerra, que lo tenía americano de contrabando y con cuya hija mayor andaba yo enredado sin él saberlo.

Miguel Hernández, liberado del fusilamiento, por la intervención de alguien muy poderoso, pues era bien raro que alguna saliera de aquella, vino a morir en la cárcel de Alicante después de contraer el tifus y una feroz infección de tuberculosis, y la sospecha de que el Dr. Malmierca no había hecho lo suficiente por él, siendo como era el sacerdote su protector y sedicente amigo, se mantenía viva como el enigma de la Esfinge.

Después de una hora de escudriñar la documentación mi perplejidad era tan grande como mi duda. ¿Se portó bien, o se portó mal, entonces, el obispo? ¿No pudo hacer más o, por el contrario, pudiéndolo hacer, pensó que evitarle al joven treintañero el bochorno de enfrentarse a los vencedores podría resultar lesivo para su reputación como poeta? Porque Miguel Hernández se había significado a favor de la República, arengado a las tropas en el frente, y declamando en público versos que eran soflamas contra los sublevados.

Cuando se acercaba el final y los vencedores rebeldes lo encerraron en prisión, la familia acudió al obispo, compatriota del poeta, los dos eran de Orihuela, y que había sido su valedor en su primera juventud. Según la documentación de Don. Fructuoso, el obispo, un día le llamó a Palacio. A él, el único cura de la diócesis que creía en el dios verdadero, para charlar acerca del asunto.

La trascripción del diálogo, según el documento, y que conservo fotocopiado, dice así.

-Buenas tardes, Fructuoso.

-Muy buenas las tenga también Su Ilustrísima.

-Déjate de tratamientos, Fructuoso, que tú y yo sabemos que eso queda para en público. Y te hago saber que yo de ti lo sé todo, a casi todo. Sé que andas en las peores compañías; que presumes de ser el único de los curas que cree en el Dios verdadero; y que defiendes a esos poetas de ahora como Cesar Vallejo y Neruda, que son más ateos que nosotros.

-Los defiendo porque son buenos. Buenos poetas, quiero decir. Y buena gente.

-Dejemos eso ahora. Pero no saliendo de los poetas, yo conocí a uno del que podría decirse que éramos amigos y vecinos de Orihuela y que estaba metido en un lío. Y quería aconsejarme de ti que entiendes de eso de la poesía. Me refiero a Miguel Hernández, un joven alocado, que se decía que prometía, y al que ayudé a publicar su primer libro ‘Perito en lunas’ ¿Lo conoces?

-Lo conozco.

-Pues es el caso que, al acabar la contienda… la cruzada…

-La guerra civil.

-No voy a entrar en eso. El caso es que, denunciado por algunos vecinos de Orihuela, fue condenado a muerte, de cuya condena conseguí salvarle gracias a mis influencias. Pero una vez en la cárcel, contrajo el tifus y, lo que es peor, la tuberculosis. Y mi problema moral es el siguiente:

-Usted dirá, señor obispo.

-El dilema es que, en el caso de que intentara salvarle y lo lograra, le tendría que exigir que reniegue de sus ideas, que se retractara de sus actos. Podría responder que sí o que no.

Si responde que sí, y lograra salvarlo, dejaría, a los ojos del mundo, de ser el poeta rebelde y anarquista que escribe versos para el pueblo. Y si se niega, me veo con el cargo de conciencia de no haber salvado una vida humana, lo que va en contra de nuestra doctrina evangélica. Pero, oh paradoja, se habrá salvado como poeta.

-En definitiva, que se trataba de salvar su cuerpo y condenar su alma, en el primer caso; o de condenarle a él para salvar su alma de usted, señor obispo.

-Así dicho… Pero es que hay más aspectos… Verá usted, Fructuoso: Tenemos el ejemplo de Leopoldo Panero, el poeta de Astorga, por el que intercedió su madre ante la esposa del Caudillo.

-Lo conozco.

-¿Y usted cree que hizo bien el Caudillo en salvarlo?

-Creo que hizo bien. Y lo mismo que a él debiera haber salvado a los cientos que condenó por la misma causa, es decir, no pensar como ustedes, los de la Santa Cruzada como llaman a la guerra fratricida.

-Ahora no se trata de eso. Pero hay un aspecto más, como diría, más estético, o literario, o trascendente, y que es el único que deseo consultar con usted. Se trata de dilucidar si, dejándolo así, en la fase de su escritura, con sus tres o cuatro libros publicados y su fama universal bien merecida, no pasaría a la historia con mejor fortuna que si continúa escribiendo vaya usted a saber qué después del cambio tan radical que le obligamos a operar a cambio de ser libre.

-Al menos a la historia de la literatura es evidente… Pero a qué precio…

-Ese es el enigma. ¿Cual vale más, la fama o la vida?

-Esa es la trampa saducea. Y bien lo sabe Su Ilustrísima.

-Claro, como usted, Fructuoso, no es el único que cree en el dios verdadero.

Por mucho que continué revolviendo los papeles, no encontré continuación alguna y me quedé con la miel en los labios sin saber cuál había sido el final de la conversación de Don Fructuoso Sahelices con el Sr. Obispo.

Tal vez, después de mucho pensar, le aconsejó que había hecho bien en no intervenir, dejando que las cosas siguiesen su curso y se cumpliese la voluntad divina. La razón que adujo; que, si lo salvaba por compasión, automáticamente lo rebajaba moralmente poniéndolo al nivel de cualquier hombre vulgar, y menos viniendo la ayuda de donde venía que era de la mano más indigna. Solucionado el enigma: Dios escribe derecho con renglones torcidos.

La figura de Don Fructuoso Sahelices, se me hizo entonces inabarcable y llamé a la sobrina declinando la invitación a escribir su vida. ¿Quién era yo para osar enfrentarme a la biografía del único sacerdote que creía en dios en toda la provincia, incluido su obispo? Y fue entonces cuando me decidí por otra oferta que tenía. Se trataba de aclarar si el gran Nostradamus había profetizado la llegada del Coronavirus, o no. Y en esas estoy. Aunque de noche sigo dándole vueltas a la decisión del Sr. Obispo, a instancias de mi viejo profesor, de no interceder por el gran poeta Miguel Hernández, cuestión que todavía hoy suscita innumerables estudios que no parecen concluyentes, mientras que este nuevo enfoque de la cuestión parece más juicioso de lo que apunta una leve interpretación. ¿Condenándole, le salvó? Y me acordé de Leopoldo Panero, poeta astorgano de izquierdas, al que, al estallar la guerra, una parienta de la esposa de Franco salvó de la detención, condenándole de por vida a la esclavitud intelectual.

¿De haberse salvado, habría sido Miguel Hernández lo grande que es hoy para  todo el  mundo? Porque, después de 78 años, su figura se va haciendo más grande cada día.
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