Todas las mañanas me cruzaba con él en la misma esquina. Envuelto en un aire mitad melancólico, mitad irónico, posaba la vista en mí para seguir su camino como si nada le reclamase en ninguna parte. Siempre vestido del mismo modo. Siempre solo. Se hizo habitual aquel encuentro en una ciudad que los favorece. Gente que ve a gente que le recuerda a alguien y que termina cobrando una identidad propia. Para mí resultaba ya tan familiar que su presencia no me causaba ninguna sorpresa y a él parecía ocurrirle lo mismo. Y bastaría con que uno de los dos sonriese, levantase una mano en un gesto de saludo, para dar paso a otra fase en la relación que manteníamos y a la que nos habíamos acostumbrado. Después quizá vendría un alto en el camino, un comentario sobre el tiempo y un día, el pronunciar nuestros nombres, salir del anonimato en el que estábamos instalados, de algún modo, prisioneros. Él debió adivinar mis expectativas porque una mañana lo descubrí al pie de mi cama, sonriendo.
Sostenía en la mano una llave maestra. La hizo girar en el aire como si abriese una puerta. «Te preguntarás qué hago aquí, quién soy. Es la última vez que nos vemos – dejó sobre el aparador la llave –, aprenderás a servirte de ella como yo , a espiar el sueño de los otros. Es lo que soy y en lo que te convertirás, en un comedor de sueños ajenos». Hizo una pausa en la que me examinó a la espera de la reacción que me habían producido sus últimas palabras. Continuó con el mismo tono cómplice: «¿A que desde hace un tiempo no recuerdas ninguno de tus sueños?». Intenté hacer memoria. Era cierto, no recordaba mis últimos sueños. Asentí y él sonrió. «La llave te permitirá entrar en la casa de quien elijas. Le reconocerás cuando te lo cruces. Nada más verle sabrás que es el indicado para alimentarte con sus sueños. Pero antes debe familiarizarse contigo, debes salir a su paso, como hice yo contigo, hasta que tome confianza. Sabrás cuándo ha llegado el momento de hacer tuyos sus sueños – incorporarlos te dará mayor seguridad – el día que sientas que no le extrañan esos encuentros en apariencia casuales. Todo lo demás es pura rutina. También un día sabrás que ya no necesitas alimentarte más de sueños, sino de otra cosa distinta».
Se dirigió hacia mí. Tenía los dientes de un tiburón. «No te preocupes. Estás soñando y al despertar yo habré desaparecido». Desperté, sí, pero me faltaba una oreja y dos dedos de un pie. En el parqué se distinguía, en dirección a la puerta, un rastro sanguinolento aún fresco.