Hay un texto muy breve y muy misterioso que escribió Franz Kafka en una noche de 1913. Es menos conocido que el resto de su obra, pero a quienes han accedido a él les ha cautivado inspirando poemas, libros y películas. No es un poema, ni un relato, ni ninguna otra cosa que tenga nombre entre las tipologías literarias. Es un deseo y un sueño expresados en sesenta y siete palabras, en la traducción española. En ellas Kafka deja el tiempo suspendido en el movimiento, parado el instante en la velocidad, al imaginar ser un indio que cabalga sobre la pradera hasta desaparecer el caballo y seguir avanzando.
«Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, y sobre un caballo que cabalgara veloz, a través del viento, constantemente estremecido sobre la tierra temblorosa, hasta quedar sin espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta perder las riendas, porque no hacen falta las riendas, y que en cuanto viera ante sí el campo como una pradera rasa, hubieran desaparecido las crines y la cabeza del caballo».
Es posible que Kafka, de cuya muerte se cumplen ahora cien años, supiera de los indios americanos por las novelas de diez centavos de la época o por el espectáculo de Buffalo Bill, que viajó por Estados Unidos y Europa en la primera década del siglo XX; pero es más probable que fuera a través del cine, el cine prehistórico y mudo, que viera alguna de las ciento cincuenta películas en las que actuó el indio Nanticoke o ‘El hombre rojo y el niño’ (1909) de Griffth. Kafka, que moriría tuberculoso en 1924, –salvándose así de un muy probable final atroz en un campo de exterminio nazi, como les ocurrió a sus tres hermanas– no conoció el cine del oeste clásico que se haría años después.
Para los que fuimos niños viendo películas del oeste en las que se mataban indios en gran cantidad, cambiar la mirada hacia los pieles rojas supuso un descubrimiento. Kafka se fascinó con ellos, no es que se apiadase del pueblo indígena al que se desposeyó de todo, exterminó y recluyó en reservas, sino que proyectó sobre ellos un bello deseo de libertad e intensidad. Eran nómadas; maestros en la arquitectura efímera: con palos, telas y pieles hacían su casa y en poco tiempo la enrollaban a la grupa para viajar tras las manadas de búfalos; recibían al sol cada mañana; danzaban alrededor del fuego y montaban sin silla, ni espuelas, agarrados a las crines del caballo.
Sirven las efemérides culturales para darse cuenta con asombro de que hace unos cuantos lustros la cultura tenía una presencia inexplicablemente importante en la vida cotidiana. No sólo es que ‘La metamorfosis’ de Franz Kafka fuera una lectura obligatoria para los estudiantes de entonces sino que las historias de ese hombre, que apenas vivió cuarenta años sin alcanzar notoriedad, diesen la vuelta al mundo y se canonizasen estampándose en el Olimpo cinematográfico haciéndose películas de sus complicadas obras ‘El castillo’ o ‘El proceso’ y que, incluso, el término «kafkiano» colonizase el lenguaje coloquial como sinónimo del absurdo y del delirio burocrático.
La sociedad apenas se entera ahora del centenario de la temprana desaparición de Kafka y es posible que sea así mejor, dada la efervescencia del revisionismo histórico y la manía de las cancelaciones; aunque siempre podríamos decir que Kafka quiso ser uno de los perdedores de la historia, que deseó ser un piel roja.