Concluimos esta serie de verano que hemos dedicado a las ruinas en el viejo Reino de León con una visita muy especial, la del abandonado pueblo de Santa Lucía de Valdueza, situado en pleno Bierzo, justo en las estribaciones de los Montes Aquilanos. No es esta la única aldea abandonada en la zona, otros lugares próximos lo fueron en los años previos o posteriores a la misma, pero es un lugar que nuestra fotógrafa tenía especial interés en conocer y este verano vio por fin realizado su deseo. ¿Qué mejor, pues, que terminar la serie con este nuevo recorrido, ahora que septiembre se apodera del paisaje y los paisajes bercianos comienzan a devolvernos esa magia de colores que nos llena la retina? Sí, he de confesar que el otoño que se aproxima es mi estación preferida del año, por el embrujo de su luz y la riqueza cromática con la que nos rodea, y que todo ello tiene especial presencia en ese Bierzo mágico al que se une también la sugerente presencia de las ruinas, como testigos mudos de las vidas que entre ellas fueron.
Tiene esta crónica, además, un tono especial, pues en la misma enlazaremos algunos detalles en torno al lugar entresacados de la información que a Olga Orallo le transmitió un inesperado e improvisado guía que acompañó la última parte de su viaje hasta el abandonado pueblo de Santa Lucía, un pueblo casi engullido por una tupida vegetación que ha ido apoderándose, día tras día, haciéndolos desaparecer casi por completo, de los muros de las casas que un día lo constituyeron y que eran patrimonio de unos treinta vecinos en aquel ya lejano agosto de 1964 en el que comenzó su abandono, fruto de una terrible tormenta que comenzó a primera hora de la tarde , prolongándose durante horas y arrastrando con el agua que bajaba no solo todo el sistema de riego, sino las tierras fértiles de las que habían conseguido rodearse y que eran el principal sustento del pueblo. Sin ayuda institucional que les permitiera revertir la dificultosa situación en la que quedaron, y en un pueblo en el que por aquel entonces ni siquiera había luz, los vecinos abandonarían el pueblo hacia las tierras más fértiles y económicamente con más recursos, de la parte baja del Bierzo, aunque dos de ellos permanecerían en el pueblo hasta 1970, dos pero mal avenidos, contarán los vecinos de otros lugares, junto a la anécdota de que en una pelea surgida entre ambos, uno le había arrancado la oreja de un mordisco al otro, y este le habría destrozado, a su vez, la nariz al primero. Ya se sabe, consecuencias de las antiguas rencillas entre vecinos.
Dentro de su pequeñez, Santa Lucía había llegado a contar con dos cantinas (pertenecientes a dos familias diferentes, en las que se servía vino adquirido en las vecinas y más bajas localidades de Rimor y de Ozuela, lugares más propicios a las viñas que no se daban aquí, y en las que se alojaban también los músicos que al pueblo llegaban de fuera a amenizar las correspondientes fiestas. También tuvo su propio y exclusivo cura, con casa en el propio pueblo, y que, además de ejercer como tal lo hacía también, según cuentan nuestras fuentes, como curandero. Y contaba con fragua, adonde los vecinos acudían a afilar y arreglar sus herramientas, proporcionándole cada cual, al herrero, el hierro y el carbón vegetal necesario para ello.
La llegada hasta este pueblo es paisajísticamente impresionante. Nuestra fotógrafa y su acompañante se deslizaron por las pequeñas carreteras que hasta él se dirigen, abandonando a su derecha la N-538 que nos desvía desde la N-VI con dirección a Orense. Detrás nuestro dejaremos el sugerente Castillo de Cornatel y, aún sin alcanzar, lugares tan mágicos como el Lago de Carucedo o Las Médulas, otro enclave que podríamos considerar enmarcado en el ámbito de las ruinas aunque, en este caso, se trate de ruinas del paisaje natural más que de aquel habitado por el ser humano. Su primer punto de parada, el pequeño pueblo de Ozuela, donde se producirá el providencial encuentro con Fernando, un joven de la zona al que preguntan, para asegurar, por dónde sigue el camino hacia Santa Lucía de Valdueza y si el este es practicable. Finalmente, el misma les acompañará hasta allí en su propio vehículo. ¡Y menos mal –me comenta la fotógrafa- porque el camino está bastante impracticable si no es para un todoterreno bien preparado!
Se encuentra Santa Lucía a una altitud de unos 870 m., por debajo del emblemático lugar conocido como Campo de las Danzas, en un paraje poblado de inmensos castaños y nogales que se prodigan por los diferentes valles, junto a una exuberante vegetación, propia de un lugar rico en agua, en torno al cual nacen varios arroyos que, aún hoy, proveen de la misma a otros pueblos más bajos como Ozuela, Rimor, Orbanajo o Toral de Merayo, gracias a una red de arroyos salpicados de pequeñas cascadas que vuelven el paisaje cantarín, o incluso estruendoso en algunos casos, como en el del arroyo de Foyos, en cuyo curso podemos encontrar la que llaman “el cachón de la Igualta”, una caída de cerca de 15 m., que le permite salvar una sima pizarrosa. Esta presencia del agua se traducía incluso, en la existencia de un par de canales de fábrica romana que, desde aquella época, trasladaban el agua desde las fuentes de Peñalba de Santiago hasta las propias Médulas. Entre ambos, quedando uno sobre el pueblo y otro bajo él, se construyó un día este lugar que hoy os ocupa, parece que primeramente ligado a la existencia de un monasterio familiar con el mismo nombre, fundado por el conde don Placente a finales del siglo IX. Del monasterio, del que ya no quedan restos, se desconoce su ubicación exacta, aunque la rumorología nos lleva a que la actual iglesia, también en ruinas, podría estar asentada sobre sus antiguos cimientos y aprovechado para su construcción parte de las piedras del antiguo monasterio, dando lugar a una espléndida y robusta construcción que es de lo poco que se mantiene en pie en el pueblo, aún cuando le falta la techumbre y toda la estructura de madera, que se habría perdido en un incendio producido después del abandono definitivo del lugar.
A pesar del abandono que hoy se ha tragado prácticamente el pueblo, pasear por estos lugares nos habla aún de la vida que lo habitó y el susurro de la leve brisa entre el follaje, el rumor de los pájaros e incluso el canto más lejano del agua, se une a las palabras del improvisado guía para traernos la remembranza de aquellos días bulliciosos de gente, habitando casas de dos pisos, en las que la planta baja albergaría los animales que aportaban su calor a la planta superior, en un solo cuerpo, donde se situaban todas las camas disponibles de la casa. “El calor y las pulgas”, cuenta el guía que le narra alguna persona proveniente del pueblo, comentándole como a menudo estaba lleno de las marcas sangrantes que estos insectos provocaban.
Según entramos viniendo desde Ozuela, a mano derecha, conservando solo algunas de sus paredes entre las salgueras que hoy lo invaden todo, estaría situada una de las cantinas. La otra lo haría al final de la misma calle, en dirección al vecino pueblo de Ferradillo, por la que transcurría el agua que llega a directamente desde el Campo Las Danzas y que desde la misma iban desviando para regar las huertas que a un lado y otro se extendían por el pueblo. Avanzando hacia el medio del pueblo, se situaba una gran era en la que majaba casi todo el pueblo, existiendo otra en la parte baja del mismo y una más en la nombrada salida hacia Ferradillo. También aquí, junto a un gran castaño que hoy también está quemado, de esos que se necesitan varias personas para abarcar su perímetro de los que hay más de uno por la zona, y pasada la cantina, se encontraba el horno del pueblo (del que aún se pueden ver rastros), un gran horno que daba servicio a todos, como también lo daba (aunque en un plano más lúdico) el juego de bolos, situado un poco más allá del mismo, junto al mismo lugar donde se hacían los bailes del pueblo, en lo que eran las eras de arriba, ya fueran en la fiesta de San Pedro o en la de la Virgen de Santa Lucía (de la que nuestro informante no sabe muy bien cuando se celebraba). De todo ello, apenas queda el rastro de algunos muros de piedra abrazados por la hiedra y todo tipo de vegetación sustituyendo, de forma salvaje, a la presencia humana. Solo la iglesia mantiene de manera contundente, en estos parajes, su presencia frente al tiempo. En el camino que nos lleva a ella, a mano derecha, los restos de una fuente acompañados por su correspondiente anécdota: la de una mujer ciega que cayó dentro de la misma al sacar el cántaro, y a quien tuvieron que rescatar, afortunadamente sin consecuencias nefastas para ella. Y enfrente de la misma, aunque nuestra fotógrafa no llegara a verla, bajo los petriles del camino hacia el Campo Las Danzas, el testimonio de una cueva que, a decir de su informante, pudiera ser la que dicen los lugareños baja hasta la misma Ozuela, hasta la que llaman Cueva de la Mora, y de la que de antiguo se decía llegaba hasta el mismo Castillo de Cornatel e, incluso, hasta las Médulas. ¿Realidad o leyenda? Lo dejamos a su albedrío o imaginación. Lo que parece que sí está comprobado es que la de Santa Lucía conectaba con la Cueva de la Mora de Ozuela, en la que nuestro particular guía entró de pequeño, aunque la última vez que lo hizo reconoce haberlo hecho ya a gatas.
En cualquier caso, la visita a estas ruinas nos llena de sugerencias algunas de las cuales pueden llevarnos a otros parajes con nombres tan incitantes como el ya mencionado Campo las Danzas (punto de referencia de muchos de los pueblos que alrededor de su entorno también quedaron abandonados al comenzar la década de los 70), la Peña Cazoleira (donde hubo unas antiguas minas de hierro y donde se pueden encontrar también algunas cuevas –refugio), Valdeloso (lugar desde el que hoy se dejan caer los parapentes y que hace alusión a que era un lugar al que antaño se acudía a cazar osos) o Valdecañada (hasta donde podían bajar los carros “faldeando”, desde un molino que se levantaba, justo enfrente de Valdeloso, a través de caminos carretales cuyo rastro aún hoy podemos encontrar en el paisaje); lugares que, contando con el tiempo necesario para ello, pueden convertirse en destino de nuestras andanzas por estos lugares que, como ya he dicho, nos muestran en otoño un espectacular e imperdible panorama cromático. Pero ¡ojo!, dada la soledad de los mismos, les recomendamos vayan bien informados y pertrechado para afrontarlos. No siempre tendrán la suerte de tener un encuentro tan afortunado como el que Olga Orallo tuvo con Fernando Fernández Amigo, vecino de Ozuela y gran enamorado y conocedor del lugar en el que reside y al que damos las gracias, también, por toda la información facilitada.
Volveremos a encontrarnos, tal vez, el próximo verano.