Desconozco si Diego Segura empleó en algún momento las propiedades de la genista o de la genciana para acompañar su vida, obra y ‘milagros’ en un pueblecito leonés que responde al nombre de Genicera. Posiblemente no lo sabré nunca porque no voy a ser yo ahora el que agite el color amarillo de las flores de ambas plantas para levantar el vuelo de las abejas. Lo que sí sé, porque me lo han dicho en uno de esos tradicionales filandones del invierno, justo en una noche donde los carámbanos parecían espadas, es que Genicera –¡qué curioso!– debe su nombre a esas dos plantas, muy presentes en todo el entorno.
En 1982, desde entonces... Cuando conocí a Diego Segura vivía disfrutando pacíficamente de la naturaleza en Genicera, un pueblecito con encanto situado aguas arriba del río Curueño, que, aunque perteneciente al Ayuntamiento de Cármenes, forma parte de la Mancomunidad del Curueño. Ahora bien, si quisiéramos llegar al origen de este artista, tendríamos que pasar necesariamente por las ciudades de Barcelona, Asilah (Marruecos) y detenernos en Ceuta (lugar donde nació en el año 1943).
A Barcelona llegó con veinte años. Y fue allí donde completó su formación intelectual y profesional dentro del campo de la arquitectura y el diseño. A partir del año 1970, Diego Segura fue, además, un excelente animador cultural y militante ecologista.
«Cuando la cultura es la voz de la tierra, con todos sus sentimientos y emociones, y no producto del mercadeo, el trabajo alcanza su estado de actitud y acción sagrada, y con él los valores que genera y que engrandecen la condición humana» –me dijo, casi como un susurro.
Diego Segura une el arte con la vida continuamente. Y me lo explicó con estas palabras: «A los especialistas de la cultura les interesa la cultura. A los expertos en arte les interesa el arte. Al arte le interesa la vida. En mi caso particular, acudo a la naturaleza como fuente de inspiración, inmediatamente antes del ámbito donde la acción humana se entremezcla con ella».
Después de escuchar su voz, se entiende muy bien por qué los críticos, valorando su extensa obra, indican sobre ella lo siguiente: «La obra artística de Diego Segura apunta a una lectura consciente del valor plástico de la naturaleza silvestre, su integración profunda en la búsqueda humanista y complementaria con la abstracción creativa».
Pulso y ritmo. Esas son las dos palabras que escogió Diego Segura para definir su obra. «Pulso –me comentó– es un estado emocional. Podemos descubrir un pulso amoroso, un pulso sensitivo, de una presencia sensible; lo que yo pretendo es descubrir esos pulsos con todos sus matices, con todos sus colores emocionales, internos, y llevarlos, de alguna manera, a mi obra».
«Hay ritmo en el agua, en la campiña, en las montañas, en el canto de las aves y en el batir de las alas de una mariposa» –continuó explicándome–. Y yo asentí. Y digo que ahora que por fin he podido ‘tocar’ la obra de este artista, he hallado en ella diversos pulsos y ritmos. Pulsos sensibles y pulsos poéticos. Ritmos vitales para entender la fuerza de un abrazo; el latido de un corazón que siente, que ama, que llora, que incluso suspira por... seguir viviendo.
Las obras de Diego Segura –las consideradas pequeñas o también sus maquetas– son grandes muestras de lo que se puede conseguir con la ayuda mágica de su intervención. En realidad, Diego Segura puede convertir una raíz –¡qué gran palabra!– en toda una muestra de belleza que, para nada, mancha o incomoda a la propia naturaleza. La obra grande de este artista, la obra pública (en Ceuta o, entre otras localidades, en Pola de Lena) se integra en el paisaje y ofrece a los espectadores todo un manantial de sensaciones y torrentes de luz. Materia cargada de energía vital, positiva y admirable. En realidad, viendo estas obras, hago mías las palabras de Carlos Fregtman: «La pulsación, el ritmo, la luz y el sonido impregnan el Universo y resuenan en el interior de cada uno de nosotros».
Me detengo. Respiro profundamente y lamento la polémica que, en 1996, suscitó el cartel que este artista realizó para la Feria del Libro de aquel año. Un collage titulado El libro, memoria de la vida, en el que se veían en primer término dos libros: uno cerrado y otro semiabierto con el ojo, que todo lo ve, en la portada. Desde este último libro iban surgiendo varias imágenes relacionadas con el inagotable mundo del conocimiento: escritores (como Antonio Gala), pintores (Dalí y Picasso), esculturas, deportistas y, entre otras, la imagen de la polémica: un simple dibujo en el que se representaba a un sujeto barbado y desnudo, cuyo pene, erecto, estaba a punto de… iniciar los prolegómenos del amor, para perpetuar (o no) la especie. Diego extrajo la imagen del libro Suite Erótica, del artista alcoyano Antonio Miró, y este a su vez se inspiró (casi copió fidedignamente) en otra atribuida al pintor griego, hijo de Aglaofón, de nombre Polignoto de Tasos, cuya actividad artística –¡atención– estuvo comprendida entre los años 475 y 444 a. C.
Traigo todo esto a colación porque considero que ‘viene muy bien a cuento’, y dejo que sea Ignacio Morán quien, en su artículo publicado en La Crónica del 26 de mayo de 1996, lo explique a su manera: «Dicen los libreros que este cartel no puede ponerse en los escaparates ni en los colegios. Por esta regla de tres, se debería prohibir a los escolares acceder al conocimiento de las obras de Sandro Botticelo o de Miguel Ángel y, por supuesto, nunca podrían ver las tallas de la sillería del coro de la Catedral (de León), plagadas de imágenes completamente ‘pornográficas’».
Ante todo, por encima de todo, quiero defender la libertad de expresión venga de donde venga y especialmente si procede del mundo artístico. Diego Segura, manteniendo el contenido de su cartel, le añadió una ‘sopa de letras’ en la que se podía leer claramente «LIBRES POR LOS LIBROS». Y, con esta segunda versión recibió una mención en el 3er. Premio Inista de Poesía ‘Gabriele-Aldo Bertozzi’. El prestigioso jurado de este premio no vio pornografía alguna en aquel dibujo, inspirado –como quedó dicho– en otro existente en una pieza de cerámica, escultura griega, con 2.500 años de antigüedad. Casi nada.
La polémica para este artista, en León, volvió a aparecer en el año 2002, cuando le encargaron la realización de una escultura pública. Polémica que fue en aumento en 2009, fecha en la que por fin se instaló su obra titulada ‘Hálito Durruti’. Un monolito en recuerdo al sindicalista y revolucionario anarquista español José Buenaventura Durruti Domínguez (León, 14 de julio de 1896-Madrid, 20 de noviembre de 1936). Agitador de injustos sentimientos del barrio de Santa Ana, cuyo delito, de tenerlo, fue vivir a la sombra del máximo sufrimiento y de ejercer de ‘rebelde’ para los máximos ‘rebeldes con causa’. El hombre que, al escribir a su hermana, decía lo siguiente: «Desde mi más tierna edad, lo primero que vi a mi alrededor fue el sufrimiento, no sólo de nuestra familia sino también de las de nuestros vecinos. Por intuición, yo ya era un rebelde. Creo que entonces se decidió mi destino». Y el destino final se lo ocasionó una bala asesina al dejar su cuerpo… frío.
El caso fue que ‘Hálito Durruti’, de Diego Segura, se instaló en las cercanías donde habitó Buenaventura en León (plaza de Santa Ana). El grupo escultórico se compone de tres piezas: dos grandes piedras calizas –en cuyo interior presentan dos concavidades forradas de bronce– y, en medio de ambas, un cilindro también en bronce pulido. Según el artista, «las piedras representan la rotundidad de las convicciones, mientras que la pieza de bronce es el hálito, la flor interior, ese mundo nuevo que llevaban los revolucionarios en los corazones y que les dio la fuerza suficiente para moverse de forma apasionada». Una lucha permanente por la no violencia.
‘Hálito Durruti’ puede gustar o no, pero, frente a él y por lo que representa, bien se merece que nos detengamos un instante para escuchar el vuelo permanente de tan ansiada libertad.