Distinta forma de mirar la montaña

Un trayecto en la embarcación recreativa de Riaño con otro punto de vista

Bruno Marcos
03/09/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Vista de las montañas de Riaño desde la embarcación. | L.N.C.
Vista de las montañas de Riaño desde la embarcación. | L.N.C.
Al ser yo el menor de una larga familia conocí muy poco a mis abuelos pero recuerdo algo que decían ellos sobre el pan. Cuando lo tratábamos mal o si en alguna ocasión jugando algún niño lo llegaba a tirar al suelo o a clavarle un tenedor o un cuchillo, ellos se se ponían serios y aseguraban: «El pan es sagrado».

Tal vez hicieran referencia a algo religioso ya que se identifica el cuerpo de Cristo con este alimento; o quizá fuera cosa particular de mi familia paterna que, precisamente, con la fabricación de pan vivieron, en la fecunda vega del río Esla, sus tiempos más prósperos y felices en los años veinte del pasado siglo, antes de la guerra; o posiblemente tuviera que ver con su escasez después de ella, que desmanteló su forma de vida; o se tratase de algo todavía más ancestral.

Remontando justamente ese río cuyas aguas hacían fértiles las tierras de mis antepasados se llega a un lugar donde está materializada una de las mayores desacralizaciones que uno haya visto: el valle de Riaño, anegado por las aguas desde 1987, fecha en la que se cerró definitivamente la presa de un embalse ideado hace más de cien años y aplazado en varias ocasiones, seguramente ante la magnitud de la pérdida que suponía.

Hace años que se anuncia un trayecto en barco por sus aguas y quería haberlo hecho antes sin conseguirlo. Finalmente reservamos plazas en la pequeña motonave asegurándonos un día despejado. Los demás pasajeros iban alegres y bromeando como si se tratase de otro evento más de ocio en sus vacaciones estivales, como efectivamente habían previsto los ingenieros en su día. Los grandes proyectos hidráulicos, como el de este pantano, solían incluir un apartado lúdico, el diseño de un paseo marítimo, un embarcadero o un club náutico. La gran lámina de agua resultante debía inspirarles sabedores de que el efecto final sería espectacular: un paisaje nuevo con tan descomunal transformación que adoptaría los atributos de lo no artificial, de lo natural.

Enseguida la barcaza fue al centro del agua y atravesó las inmensas columnas del viaducto. En ese punto me di cuenta de que allí estaría el pueblo principal de los desaparecidos, Riaño mismo. Cada pilar de hormigón debía corresponder con alguna casa. Me habían contado que los que resistían ante la inminente inundación ocupaban la noche antes, tras los oportunos chivatazos, el hogar que por la mañana habría de ser destruido para defenderlo con sus cuerpos.

. En el agua, bajo el viaducto intenté concentrarme en mirar pensando que aquella perspectiva era lo más parecido a la mirada ancestral a aquellos picos Había pensado muchas veces en todo lo que se había perdido con aquella anegación del valle, proyectada por unos hombres buenos que desde finales del siglo XIX ansiaban el progreso, pero sobre las montañas tenía una idea confusa. Ahí estaban, ahí seguían, y sin embargo también sentía que habían desaparecido de algún modo. Y eso que con el agua se habían duplicado en el colosal reflejo. Entonces, acercándome al sitio exacto de Riaño sobre el agua, pensé que quizá lo que se había perdido respecto a la impresionante corona montañosa era la perspectiva, la mirada, cómo se veía todo el valle y se contemplaban las montañas desde el suelo de esos pueblos. En el agua, bajo el viaducto intenté concentrarme en mirar pensando que aquella perspectiva era lo más parecido a la mirada ancestral a aquellos picos. En esos mismos momentos escuché la explicación de la mujer que pilotaba la barca comentando el nivel del pantano e indicando que flotábamos a unos 40 metros sobre el fondo. Estábamos por tanto muy altos, muy por encima de la torre de la iglesia de Riaño, que ni siquiera existe sumergida porque la dinamitaron. En ese instante entendí que también la mirada se había perdido definitivamente y que por eso sentía ya antes sobre el paisaje montañoso un velo fúnebre.

Con los tres grandes valles del norte de la provincia —habitados desde la antigüedad— inundados para siempre, con la economía desmantelada y una despoblación imparable, es difícil despejar ese velo fúnebre de esta tierra y convencernos de los indudables beneficios de la política hidráulica que debió ser rentable bastante lejos y para otros.
En el pequeño paquebote que fletan en el embarcadero de Riaño se puede ver un paisaje incomprensible, repetido a lo largo del ancho mundo en el que la política hidráulica hizo furor por doquier. Se pueden contemplar los montes en barco, los farallones, nidos de buitres, hayedos y sabinares, la boca de una mina de un Wolframio que compraban los alemanes de Hitler para hacer indestructible el acero de sus tanques, e, irónicamente, unos pocos bisontes que han llevado allí para que no se extingan, en un sitio donde tuvo lugar una hecatombe biológica.

En el pasaje más hermoso de ‘Distintas formas de mirar el agua’, Julio Llamazares pone en boca del personaje más débil de la familia protagonista —que tuvo que abandonar su tierra por la construcción de un embalse— la reflexión más poética y honda de cuantas recoge el libro cuando este recuerda a su padre, recién muerto, hablándole de lo sagrada que es el agua y cómo todas las aguas del mundo están conectadas. Lo están las cosas sagradas, las aguas de Riaño, el pan de mis abuelos, aquellas montañas que, con los pies hundidos en el pantano, no podrán ser ya nunca vistas como lo fueron siempre, abocadas en el futuro a una distinta forma de ser miradas.
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