Esta nueva andanza por las ruinas de nuestro viejo reino de León nos lleva a sumergirnos en el silencio de un viejo monasterio cuyas ruinas se esconden muy próximas al río Eria, disimuladas entre el paisaje -mitad agrícola, mitad asilvestrado- de una comarca de fácil acceso como es la Valdería detalle a pesar del cual tiene uno de sus más emblemáticos monumentos en la lista roja de patrimonio. Estamos hablando del que en dicha lista aparece como Monasterio de Santa María de Nogales pero que, comúnmente, es conocido también como de San Esteban de Nogales, tomando nombre del pueblo que está apenas a un kilómetro del mismo.
Recuerdo este lugar de mis andanzas de hace años recorriendo parajes con los que a veces nos encontrábamos por pura casualidad. Mi primera impresión fue la de un lugar hermoso a pesar de lo agreste que se mostraba a nuestros ojos, lleno de verdor y sombra, un lugar muy próximo a la “civilización” de la que llegábamos y, sin embargo y al mismo tiempo, aislado del mundo; como si el tiempo se hubiera detenido en él, como si entre el silencio de sus derruidas piedras y la vegetación que lo invadía todo no hubiera habido nunca más realidad que la que ahora se presentaba ante nuestros solitarios ojos; como si nunca entre sus muros se hubiera oído el eco del canto y los rezos de los monjes que un día lo habitaron ni estas huertas hubieran sido nunca prósperas en frutos y en trabajo, acompañadas del diario y rítmico tañer de las campanas marcando el tiempo entre labor y oración; una sensación que, por otro lado, es bastante usual entre las ruinas de cada monasterio que hoy se nos muestra abandonado. Recuerdo también que eran los años ochenta y aún la preocupación por salvar el patrimonio no se había manifestado en la mayoría de los lugares. Desde aquel momento han pasado décadas y, a pesar de que mis pies no habían vuelto a hollar desde hacía mucho tiempo estos parajes hasta el pasado verano, las fotografías que a menudo me llegan del lugar y alguna noticia perdida de vez en cuando, me demuestran que –más allá de que parece estar algo más limpio de maleza- las condiciones siguen siendo parecidas. Por ello, cuando el verano pasado, con motivo de la celebración del Curso de Poesía que, en torno a Antonio Colinas, realizan cada año en La Bañeza, pude asistir frente a esa fachada en ruinas a un magnífico concierto en torno a poesía y música, sentí un aliento de esperanza no hacia la recuperación de edificio alguno (que ya es prácticamente imposible) pero sí al menos hacia la recuperación del espacio como un lugar más en el que mostrar parte de una cultura que mucho tienen que ver con lo que en su día este espacio pudo ser, un refugio para la música y la palabra. Y a pensar que tal vez iniciativas como estas puedan contribuir, al menos, a mantener limpio el espacio al tiempo que a dar una cierta vida cultural a los espacios rurales como este, tan cargados de historia, que bien se lo merecen.
Pero volvamos al lugar en el que están enclavadas estas ruinas que hoy nos ocupan. Es San Esteban de Nogales un pequeño municipio de la provincia de León, apenas a una veintena de kilómetros de La Bañeza, prácticamente en la frontera con Zamora por el sureste de la provincia. En el valle del Eria, también conocido como comarca de la Valdería, situado en las orillas mismas del río. Una vez llegados a dicha localidad, situada en la antiquísima Vía de la Plata, que une los importantes enclaves romanos de Astorga (Asturica Augusta) y Mérida (Emerita Augusta), solo hay que coger la carretera que va en dirección a Castrocalbón antes de desviarse (apenas a unos diez kilómetros) en dirección al propio San Esteban de Nogales (creo recordar que también hay algún día de la semana en que podemos encontrar servicio de autobús entre el pueblo y La Bañeza). Nos dice su historia que fue, el de San Esteban, «un pueblo de resonancias guerreras y monacales, pueblo de reyes y reinas, de infantes y condes, de abades y monjas (..,)» y que su historia se prodiga desde la época en que primero las legiones romanas, luego los moriscos y –ya casi llegando a nuestra época- las tropas napoleónicas anduvieron por estos lares. Tal fue su importancia que el monasterio que se instauró en estas ricas tierras, y que hoy nos ocupa, llegó a ostentar el título de Real Abadía Cisterciense de Santa María de Nogales. Lo que aún no está excesivamente claro es si, antes de convertirse monasterio cisterciense, sería un primer enclave monástico habitado por monjas, eso sí, por obra y gracia de los condes Vela Gutiérrez de quienes primero dependieron estas tierras. En cualquier caso el monasterio ostentaría por siglos una tremenda importancia socio-económica y a su sombra el pueblo iría creciendo hasta convertirse, durante más de siete siglos, en «cuna de grandes varones (y) emporio de letras y ciencias, de donde salieron consejeros reales y catedráticos para la Universidad de Alcalá». Su importancia se tradujo también en los muchos enterramientos de importantes nobles que llegó a albergar, algunos incluso de personajes excomulgados por el propio obispo, enterramientos como los panteones que recibieron a los condes fundadores y a sus hijos, o a nobles como el mítico don Suero de Quiñones y su esposa doña Elvira de Zúñiga (protagonistas del hecho del Paso Honroso en la localidad de Puente de Órbigo), y de los que hoy no queda rastro alguno, los de estos últimos, construidos en mármol según data en diferentes documentaciones, vendidos a la Hispanic Society de New York a comienzos del pasado siglo XX.
El capricho del tiempo y de la Historia han hecho que lo que hoy siga en pie sea un humilde pueblecito frente a las ruinas prácticamente olvidadas de lo que un día fue uno de los principales enclaves de la orden del Císter en nuestra provincia, en un territorio que habría sido cedido a los monjes de Santa María de Moreruela (ya en la provincia de Zamora) con el fin de que construyeran un nuevo monasterio y que fue, durante siglos, de los más influyentes de la provincia. Y así, paseando por la zona, al encontrarnos con sus escasos restos, apenas podemos intuir dicha grandeza. Entre las ruinas que se conservan: algunos paredones dispersos, los restos del muro frontal de lo que fue la iglesia abriendo las cuencas vacías de su pórtico, enmarcado por un arco ojival, y la espadaña, desnuda del más sagrado de sus símbolos, la campana, desaparecida y muda; además del arco de entrada al monasterio con su escudo heráldico. Apenas algunos restos que hermanan los sillares de piedra con construcciones en ladrillo que parece esconderse, entre árboles que los flanquean, a los ojos de quienes llegan por primera vez al lugar.
Hoy, estas ruinas, que nos hablan de su pasado de románico tardío y de su mudéjar en los momentos más florecientes del convento, son apenas testigos de una monumentalidad y un esplendor que fueron seña de identidad del lugar hasta que, en el siglo XIX, como tantos otros, se viera sorprendido por la desamortización de Mendizábal. Su aplicación trajo consigo el abandono del monasterio, aunque –comparándolo con otros- no es fácil comprender como llegó el deterioro en el que se encuentra le llegó tan rápido. Y así, este espacio antaño floreciente, acabó sumido en el olvido hasta haberse convertido en uno de los muchos monumentos que aparecen en la lista roja de Hispania Nostra, lista a la que se incorporó, por denuncia popular en 2007. Poco es lo que ya se puede salvar de un lugar tan especial, aún así a muchos nos queda la esperanza de que no acabe convirtiéndose en otro de esos lugares que de la roja han pasado a la lista negra, es decir, a aquella en la que acaban los monumentos que han sido del todo demolidos o que, tras la ruina, han llegado a desaparecer.
Y es que, aunque con tan escasos restos, invadidos por zarzas y ortigas, el paraje que circunda estas ruinas, nos ofrece una huerta fértil, abundante vegetación y árboles frutales, a la orilla de las aguas del río Eria, un río lleno de Historia y de historias, un lugar donde se respira paz y tranquilidad y que invita al paseo relajado, la contemplación y el disfrute de la naturaleza. O ¿quién sabe?, dada la proximidad al pueblo, tal vez a la escucha de la música y los versos, como ya ocurrió el pasado verano o como ya se ha hecho hasta no hace tanto en un lugar como Turienzo de los Caballeros, a los pies de cuya torre (único resto que queda de un antiguo castillo o amurallamiento) he tenido la suerte de poder organizar, con más compañeros de letras, las veladas conocidas como ‘Solsticio en Turgencius’. Y es que lugares como este dotan de una especial magia a las artes que en torno a ellos pueden manifestarse aunque solo sea de modo puntual, pues de alguna forma tienen la capacidad de permanecer vivos en nuestra memoria, además de despertar nuestra curiosidad por el pasado. Incluso, dependiendo de lo desbocada que tengamos nuestra imaginación, si cerramos los ojos mientras permanecemos en ellos, el susurro del viento y el murmullo del agua pueden acabar convertidos en el espiritual canto de los monjes o el más banal recitado de los juglares capaces de transportarnos, por un momento, a otras épocas. Y créanme si les digo que sé de lo que les hablo.
Y por si su curiosidad no tuviese bastante con estas ruinas, recuerden que en las proximidades de este paraje existe también una pequeña ermita, la de San Jorge, del siglo XVII (aunque la tradición oral la date a mediados del siglo XV, surgida -parece ser- de un litigio entre el pueblo de San Esteban de Nogales y el abad del Monasterio). Cada año, los vecinos de San Esteban, reconstruyen por «facendera» un puente de palos, ramas, escobones y césped sobre el río Eria, en torno al 23 de abril, para celebrar a su patrón cuyo relicario es llevado en romería –junto a la Virgen del Rosario- hasta la ermita. Tal vez con un poco de suerte, aún puedan ver una construcción tan artesanal como este puente, que en más de una ocasión podemos encontrarnos atravesando de una orilla a otra, las aguas de nuestros ríos.
Desde luego, dado el calor veraniego, este lugar se nos antoja del todo acogedor para mantenernos a salvo de tan altas temperaturas como el estío nos ofrece. Volveremos con más sugerencias.