Josefina era una niña muy curiosa. Con solo tres años, sabía leer y escribir a la perfección. Se pasaba largas tardes escribiendo cuentos de princesas o de magia, que era su tema preferido. Su abuelo materno, se había encargado de que su nieta aprendiese tan pronto. Muchas tardes la llevaba con él a la central térmica de la Robla, donde trabajaba como jefe de plantilla. Allí, Josefina escribía y leía sin parar, sentada en el despacho de su abuelo, hasta que los superiores del hombre, le echaron el alto, prohibiendo que llevase a su nieta al trabajo… así fue como su abuelo se puso en contacto con Gabriela, la maestra de la Robla, para que, viendo el potencial que tenía su nieta, le diese clases particulares hasta que, con cuatro años, pudiese empezar en la escuela.
Gabriela era una maestra vocacional. La enseñanza era su vida. Había enseñado en muchos pueblos, e incluso había estado durante mucho tiempo en una escuela de Guinea, donde enseñaba en una choza llena de niños que se extrañaban al ver los lápices y los libros, pero hacía ya unos meses que la maestra había aterrizado en la Robla, un municipio de la provincia de León, donde todos sus habitantes le habían acogido a las mil maravillas. El abuelo sabía de las miserias que en ocasiones pasaba Gabriela, llegando difícilmente a final de mes, porque el sueldo de maestra apenas le daba para vivir, por lo que no dudó en ofrecerle trabajo como profesora particular de su nieta, aprovechando así el potencial que la pequeña había demostrado con las letras.
Las dos estaban encantadas .Gabriela vivía para enseñar. Josefina se entusiasmaba por aprender. Eran un dúo perfecto. Todos los días, cuando terminaba la jornada escolar, Gabriela iba a casa de Josefina. La niña la esperaba con gran alegría, como quien espera a su mejor amigo, para pasar con él la tarde jugando. Era increíble que una niña tan pequeña,pudiese disfrutar tanto aprendiendo... A Gabriela le resultó muy llamativa la facilidad que Josefina tenía para escribir cuentos, que ella sola se inventaba. Sin lugar a dudas, era su actividad favorita.
En un abrir y cerrar de ojos, Gabriela tenía encima de su pupitre, un cuento perfectamente redactado por una niña que, apenas hacía dos meses, había cumplido 3 años. Era asombroso.
Esto no pasó desapercibido por la maestra que pronto se dio cuenta de la capacidad literaria que tenía la niña y, sin dudarlo, cada día la animaba a leer y escribir acerca de lo leído o a hacer redacciones con un tema libre que era lo que más le gustaba a Josefina. Era tal su afición que Gabriela pedía prestados libros a conocidos, porque Josefina ya se había leído varias veces todos los que había en la biblioteca municipal de la Robla.
Habían pasado ya nueve años desde que Gabriela y Josefina se habían conocido. La niña tenía doce años y era la alumna aventajada de Gabriela. En la escuela no había nadie que escribiese como ella, bueno, en la escuela, ni en la Robla, ni posiblemente en León. Josefina se apuntaba a todos los concursos de relatos que había en la provincia.
Gabriela siempre la acompañaba a recoger todos los premios que ganaba, que eran muchos. En cada uno de ellos, la maestra no podía dejar de soñar que la pequeña Josefina Aldecoa, algún día sería una gran escritora, como no pudo ser de otra manera.