‘Cuentos’
Carlos Castán
Editorial Pájaros de Espuma
Narrativa
512 páginas
24 euros
Lo dije en mi última reseña. Necesitaba reconciliarme urgentemente con la buena literatura, la que destila calidad sin trampantojos históricos ni envoltorios estampados de premios, la que insufla a chorro emociones y sentimientos en vena. Necesitaba, en pocas palabras, una terapia reconstituyente como la que ha supuesto la lectura que nos ocupa.
Decir Carlos Castán, hablando de narrativa, es decir cuento, con letras mayúsculas. De ahí el título, tan conciso como apropiado, de este compendio de historias que el autor aragonés, nacido en Barcelona y residente en Madrid, ha reeditado en su conjunto de la mano de Páginas de Espuma, que es como añadir que la categoría de la publicación está garantizada de antemano.
En ‘Cuentos’ Castán reúne sus tres compilaciones de relatos anteriores: ‘Frío de vivir’, ‘Museo de la Soledad’ y ‘Solo de lo perdido’, a los que añade como cierre ‘Polvo en el neón’, un relato independiente, mucho más extenso y de corte aparentemente distinto a los que se alojan en las páginas recopiladas con anterioridad.
Ha transcurrido casi un cuarto de siglo desde que viera la luz ‘Frío de vivir’, el primero de esos libros que, como el propio Castán reconoce en una magnífica introducción que tiene aromas de personalísima poética, «tiene que ver con la añoranza de la intensidad perdida y con la conciencia de que en realidad vivimos en continua despedida de todos aquellos que pudimos haber sido y ya no vamos a ser», un libro que no es la obra primeriza de un escritor bisoño y dubitativo, sino un conjunto de relatos maduros que, leídos hoy, se perpetúan lozanos y vigentes, rezumando atemporalidad y un músculo vigoroso y en plena forma.
En ese libro, como en los siguientes, el lector encontrará ecos de otras lecturas referenciales e imágenes cinematográficas y estampas musicales que acompasan el ritmo de unos sentimientos, con frecuencia encontrados, y de unos anhelos que no siempre desembarcarán en el pantalán de la felicidad. Y, para lograr su objetivo, Castán empleará unas veces la elipsis, otras un relato que –sin serlo– parece lineal, otras un fingido diario y siempre voces que se ajustan con precisión milimétrica al argumento que pretenden referir, sin que se eche de menos la escasa presencia del diálogo como elemento imprescindible.
Se arremolinan en los cuentos de Castán juventud, memoria y evocación; soledades irresolubles y esperanzas ennegrecidas por los brochazos de una realidad proclive a la inclemencia. Pero también hay una sutileza deslumbrante, una capacidad innata para sugerir más que para desvelar. Y a estos aditamentos debe añadirse el uso doctoral del lenguaje, el derroche constante de una prosa precisa, contundente y esmerilada, por mucho que en ocasiones pueda parecer engañosamente fácil y sencilla.
A lo largo de estas quinientas páginas abundan las figuras literarias, las frases memorables, los párrafos sublimes, que surgen a veces de hechos relevantes y otros de detalles casi residuales, como aquel en que un pedazo de goma de mascar sirve para escribir «al terminar la clase, sin que me viera nadie, he recogido el chicle que al entrar arrojó en la papelera. Le he arrancado las motas de porquería y de ceniza y lo llevo en la boca a todas horas hasta que me vence el sueño y lo pego en los barrotes de mi cabecera». La sutileza, la sugerencia de la que antes hablaba, también el deseo, aparecen en este pasaje, que invita a imaginar convocatorias imposibles, pasiones adolescentes y sueños ardorosos que acaso nunca lleguen a sofocarse.
Pero si algunas veces la prosa de Castán parece «fácil y sencilla», la inmensa mayoría de los inicios son como dulces trampas de melaza que atrapan irremisiblemente al lector, que lo obligan a seguir leyendo con empalagosa avidez, imaginando situaciones, vislumbrando escenas detalladas o suponiendo argumentos que a veces desaguan en una sorpresa final, como aquel que confunde a unas hermanas en el lavabo de un tren, o dejan a criterio del lector el juicio definitivo o se inmortalizan en finales absolutamente poéticos, especialmente en varias de las piezas que componen ‘Museo de la Soledad’.
Los escenarios realistas, la cercanía humana y creíble de las situaciones y de los personajes, convergen con las atmósferas neblinosas que Castán enjaeza en numerosos cuentos, rememorando a veces nostalgias juveniles, amores imposibles, imperios inalcanzables o descarnando en otras a personajes que son perdedores a sabiendas, como aquel inquilino de una pensión que ahorró lo indecible para disfrutar de una tarde de gloria con la oronda regenta del albergue, y terminar saliendo por la puerta falsa cuando no dio la talla a la hora de entrar a matar.
No obstante, las derrotas no suelen ser crueles y un aire de piedad cómplice se cierne sobre la inmensa mayoría de los cuentos menos complacientes, más largos en los dos primeros libros, y más breves en ‘Solo de lo perdido’. Quizás para que el lector recargue baterías antes de afrontar la lectura de ‘Polvo en el Neón’, pieza independiente y más extensa, que se desmarca de los ambientes descritos en los libros anteriores para asentarse en territorio norteamericano, pero compartiendo los episodios de huidas, derrotas, soledades, rupturas y esperanzas precariamente alimentadas que conviven en muchos cuentos. Esos cuentos deslumbrantes que demuestran, tanto a sus incondicionales como a los lectores que se asoman por primera vez a su obra, que Carlos Castán, en este libro de libros, es un maestro de maestros.
José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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27/03/2021
Actualizado a
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