Justo los encontré cerrando la chamarilería a media mañana y con algo muy grande metido en un saco. Me dijeron que los acompañara. No sabía a qué pero lo intuía. En medio del casco antiguo, en una casa nueva, por un laberinto de escaleras y pasillos, llegamos al primer desván. Se abrió la puerta y una estancia totalmente repleta apareció al dar la luz. Maniquís sofisticados, de mujeres desnudas pero con sombrero, adoptaban delicadas posturas en el centro sobre un fondo innumerable de cientos de libros, herramientas de labranza, aventadores de tierra y de espigas, cuadros bucólicos o máquinas de escribir añosas.
Entonces le dijo que dejara el bulto al fondo, en el suelo, detrás de los maniquíes. Nos dejó mirar un rato, pedí sacar alguna foto. Nos fuimos por los pasillos sin parar de hablar un minuto hasta otro desván igual, con infinidad de curiosidades y antigüedades. Colgado del techo, un corpiño para hacer crecer a niños canijos después de haberlos estimulado a estirarse sumergiéndolos de repente en las aguas heladas de Valporquero. A la derecha, pendiendo de cordeles, decenas de pies finos de zapatero. Una percha sujeta por sirenas con los pechos al aire. Una rama de vid retorcida y hecha escultura con unos clavos grandes oxidados. Un boceto tallado en nogal de la Última Cena. Un armario de luna.
En el tercer desván una hilera de tritones dorados, caballitos de mar de las bambalinas de un teatro. Mucho tiempo estuvo hablando de las calaveras que tenía. Un serrucho de dos hombres que fue de un abogado que tenía bosques y que dejaba a su cachicán con él a las puertas del juzgado para, después del juicio, seguir aserrando árboles.
Luego, nos llevó a la casa. Montones de obras completas de literatos del pasado, el busto de un romano, un fuelle gigante, máscaras de demonios indonesios. Tres o cuatro farmacias completas, libros médicos de pociones medievales, un facsímil del Pedacio de Dioscórides, un libro con los dibujos de todas las tumbas famosas de escritores del cementerio de París hecho a mano y escala por un arquitecto… Y eso era, según él, la punta del iceberg de lo que había acumulado. Nos contó que tenía una cosa horrenda en otro sitio: un espantador, un cuerpo reducido y momificado, que usaban para disuadir a las monjas del pecado de la carne.
Volvimos sobre nuestros pasos hasta el zaquizamí del chamarilero de la calle Cadórniga. Por el camino me dijo que le había comprado los dos ataúdes reutilizables infantiles. Habíamos transportado el más humilde de maderas brutas y, entonces, cogería el otro. Al entrar lo vi en el suelo, blanco, mucho más delicado que el otro, con un pequeño crucifijo en la tapa. Parecía, delante de un gran abanico extendido con un pavo real pintado, la representación perfecta de que el mundo también es espantoso.
El museo de los desvanes
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27/05/2023
Actualizado a
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