Hace millares y millares de años, cuando se creía que los dioses prehistóricos hacían y deshacían todo en la Tierra, en aquellas tierras que se conocerían como leonesas, esculpieron unas montañas sagradas de las que, además de su espectacular belleza, brotaban vida y riquezas. Sus inaccesibles crestas de paredes pindias se interrumpían por picos distinguidos que, a semejanza de un dios protector, servían de guía a cada pueblo que se sometía a cuidarlas a cambio de bienes y alimento. En los fríos inviernos las diosas las revestían con un manto grueso de nieve de un blanco espléndido del que se desprendían con el calor tibio del sol primaveral llenando de agua purificada y de verdor intenso todo a su alrededor. De esa manera surgió el Reino de las Aguas.
De esas generosas montañas, como quizás en ningún otro lugar, nacen miles de fuentes frescas que originan otros tantos regueros saltamontes que dan fuerza a cientos de embravecidos arroyos que llenan decenas de vivos ríos desde el Cabrera al Valderaduey, como el Ancares, Burbia, Cua, Boeza, Barjas, Balboa, Noceda y más que alimentan el Sil, y como el Eria, Duerna y Tuerto que recoge el Órbigo, engendrado en la confluencia del Omaña y el Luna, y con el Bernesga, Torio, el Curueño embebido por el Porma y Cea que acaban en el Esla, sin olvidar el Sella y el Cares aunque desciendan al mar Cantábrico. De tal modo se forman dos abundantes cuencas fluviales, la del Sil y la del Esla, que llegan al Miño y al Duero con bastante más caudal que el de estos que roban sus aguas y usurpan sus nombres. Debido a esos dos copiosos cauces acuáticos se subdividiría el Reino en las subregiones del Bierzo y del Ástura.
Por ello, en los altos valles coronados por majestuosas cimas y coronos, no existe pueblo sin arroyo inagotable que alimenta un fecundo río que discurre por anchos valles entre vertiginosas y arboladas montañas, como entre enormes U mayúsculas, dando existencia a las Comarcas que confinan las relaciones sociales y económicas de sus habitantes; una vez que esas aguas salen a las tierras abiertas regando fértiles vegas se convierten en Ribera siendo, también, los ríos los que determinan, de forma más amplia, esas Comarcas. Por ello, la convivencia se ordenó en ese reino, por los siglos de los siglos, con el pueblo, núcleo urbano propietario del terreno, reconocido como Propiedad Comunal, que aprovechan todos los que allí nacen y que administra una Junta Vecinal que se propone en Concejo, y la comarca, como una agrupación natural de pueblos.
De tal promiscuidad de agua surgieron tan abundantes aldeas. Y sean tantas porque allí se concentraron y escudaron aquellos cacho valientes, aquellos bravos resistentes que, amparados por las colosales e indomables peñas de esa cordillera, derrotaron al invasor omeya de la península ibérica y, adoptando, primero, el nombre de Reino de los Asturicenses debido al gran río Astura o Esla, y, posteriormente, como Reino de León por sede regia, procrearon el actual Reino de España.
Como cada reguera, como cada manantial, cada pueblo tiene su nombre, las más de las veces en aquella lengua, ya leonesa, porque, aun siendo su origen latino o prerromano, tomaron la de la Reconquista. Ese «habla», avasallado y moribundo, quedó grabado en la memoria popular describiendo, desde aquellos tiempos, cada lugar de la Propiedad Comunal o de su utilización, ya que se necesitaba, en la Gestión del Comunal, para indicar donde llevar el ganado y cuál a pacer para aprovechar mejor ese terreno común, y para señalar dónde cortar la leña para guisar y combatir el frío y así perpetuar los exuberantes bosques y ubérrimas camperas con las que aquellas diosas de las cumbres habían adornado las montañas.
Pero, descuidados, llegaron unas poderosísimas dragonas llamadas Electronas de sed insaciable que escosan el agua de esos ríos; más tarde, gobernadores de Castiellos de las Tierras Áridas absorbieron, con la traición de muchos caciques territoriales, la administración de los pueblos y se apoderaron de las ayudas que llegaban de las divinidades y de mucho de lo que tenían; después, aparecieron procesiones de sacerdotes nombrados como Satsigoloces que predicaban una religión herética que impedía a sus pobladores, designados como leoneses, cuidar como acostumbraban de la belleza con que las diosas habían bendecido aquellos montes. Así que, sus gentes desposeídas y empobrecidas, hubieron de huir a otros sitios desterradas.
Se dice que es un castigo de los fantasmas de aquellas deidades por no saber defender y proteger tanta riqueza ni valorar tanta belleza como les habían regalado, y que, para reconquistar su reino, habrán de maniatar a las dragonas, expulsar a los traidores y a los gobernadores venidos de fuera para recuperar la administración de su patrimonio y sus bienes porque, de lo contrario, el castigo aún sería mayor, sus pueblos podrían perder hasta la propiedad y el aprovechamiento de los bosques, ríos y pastos comunales, y, así mismo, tendrán que recobrar el cuidado y la gestión de la beldad de sus montañas, ¡y con prontitud!, porque están a punto de quedarse sin ni siquiera el recuerdo con que se nombra cada rincón de ese Reino de las Aguas.
El reino de las aguas
Una historia para contar a las rapacinas y rapacines confinados es la propuesta Francisco J. González Rojo al serial ‘El Decaleón’ de La Nueva Crónica
21/04/2020
Actualizado a
21/04/2020
Lo más leído