‘En la hoguera’, de Jesús Fernández Santos

Por Marta Prieto Sarro

05/01/2025
 Actualizado a 05/01/2025
Portada de 'En la hoguera'.
Portada de 'En la hoguera'.

Aunque a él, a Jesús Fernández Santos, los premios parecían no importarle gran cosa (decía sin ambages que los premios eran «ni más ni menos que un invento de algunos editores para llamar la atención sobre sus libros»), no está mal, para empezar, recordar que él recibió algunos de los más prestigiosos que se otorgan en nuestro país: dos veces el Premio de la Crítica, el Premio Nadal, el Premio Fastenrath de la Real Academia Española o el Premio Nacional de Literatura. No fueron los únicos en el haber de este autor de vida breve que se hizo en 1957 con el primero, el premio Gabriel Miró, precisamente por la obra que recientemente ha sido recuperada por Amarillo Editora (apenas dos años de vida tiene esta pequeña editorial ubicada en Madrid que ha puesto su mirada en textos descatalogados o fuera del circuito comercial) y que yo les invito a leer o releer: ‘En la hoguera’. Las razones del rescate de esta obra, bien fáciles de comprender, las escribe a modo de prólogo Ester Vallejo, la editora, cuando nos recuerda el olvido en que ha caído este autor, retratista excepcional de una España que ya no existe. Pero, continúa, antecedente directo de la España actual.
Fue Jesús Fernández Santos, y esto no se lo agradeceremos en su tierra nunca bastante, un autor nacido en Madrid pero empeñado, empecinado, en ser de León, donde se encontraban sus raíces paternas. Cerulleda, un diminuto pueblo del municipio de Valdelugueros, situado a orillas del río Curueño, de geografía tan áspera como hermosa, fue un referente constante en su vida. Un lugar al que volver siempre, incluso desde la literatura, que fue lo que ocurrió con su primera novela ‘Los bravos’, publicada en 1954. Fue otro leonés de necesaria recuperación, el poeta y profesor cepedano Eugenio de Nora, quien afirmó que esa obra había sido la primera obra plenamente representativa de la generación de los años cincuenta o del medio siglo. Y del realismo social de la posguerra, paraguas que resguardará a un nutrido grupo de escritores entre los que, por ser amigos entre sí, podría citarse a Ignacio y Josefina Aldecoa, Medardo Fraile, Rafael Fernández Ferlosio o Carmen Martín Gaite. 

De todas las obras de Jesús Fernández Santos, es precisamente ‘En la hoguera’ la que quizás estaba más necesitada de una reedición moderna por ser una de las menos conocidas de entre las once novelas que escribió. De ella decía su autor que la había articulado en torno a la definición de la vida contemplada «como un gran deseo de vivir y a la vez un gran deseo de morir». También que en ella podía sentirse el influjo de Baroja y el de Cela. Suena, me parece a mí, también aquel descubrimiento de Faulkner, premio Nobel de Literatura en 1949, que tal vez fue el que hizo de Jesús Fernández Santos un narrador. Un excelente narrador. Quien se disponga a leer ‘En la hoguera’ debe prepararse para el ritmo lento, la descripción prolija, detallista, la prosa elegante y pulcra. También para imaginar lo que no se va a narrar, lo que subyace al texto, los silencios, las historias incompletas o paralelas, la ausencia de pasados claros o explícitos. Para evocar la grisura y la mediocridad abúlica del tiempo de la posguerra española donde todo ocurre inevitablemente, conforme a un patrón del que es difícil escapar incluso en el supuesto de que alguien lo intente.

La novela gira en torno a Miguel, un joven aquejado de tuberculosis, que decide marcharse de Madrid para descansar tras una visita tan inexcusable como indeseada, a un tío recluido en un psiquiátrico. Ese encuentro, que además será el último, se produce justo cuando se cumple un año de la muerte, siendo apenas un niño, del único hijo de ese tío. 

El viaje de Miguel se conforma como una huida hacia adelante en medio de la blanda apatía con la que Jesús Fernández Santos caracteriza a su personaje. Una huida que parece nacer condenada al fracaso porque no es otra cosa que una mentira con la que Miguel trata de engañarse a sí mismo. Así comienza un viaje sin rumbo fijo que le llevará por varios pueblos no muy alejados de la capital y bien conocidos (Íscar, Cuéllar, Sacramenia, Turégano, Cantalejo, Sepúlveda…) con la intención de encontrar uno donde pasar un tiempo más largo. Lo encontrará, aunque nunca sabremos su nombre, a pesar de que en ese lugar confluirán las otras historias de la narración, los otros personajes, la mayoría apenas esbozados, sin pasado alguno y con un futuro tan gris y previsible como el de su protagonista: los mineros, la viuda del médico, Zoilo y Soledad, Inés y su embarazo triste, Gregorio el del almacén, Alejandro el Gitano, el cura, Elena y su frustración, la compañía de comediantes…De todos ellos, tal vez solo hay uno entrañable: el abuelo de Soledad, con su cabeza perdida, siempre acompañado de un gallo que le sigue como un perrillo faldero.

La sensación que uno tiene es la que todo discurre con lentitud en el presente de la narración hacia un final forzoso, irremediable y trágico. No importa en realidad el desenlace, al que se dedican apenas unas cuantas líneas, de la misma manera en la que en una película se resuelve en breves pero certeras escenas. Ni importa qué ocurrirá después, porque eso sería otra novela. Importa el ambiente asfixiante del que no pueden escapar unos personajes condenados al fracaso y a la infelicidad, vacíos y secos. La mirada cinematográfica de Jesús Fernández Santos –el cine fue su otra gran pasión– es obvia en esta obra que tres décadas después de su temprana muerte (¿cómo habría evolucionado su prosa más allá de la incursión en la novela histórica?) merece la pena retomar. Y a través de ella recordar al autor que mimó como ninguno sus orígenes leoneses, que deseaba entender el mundo, comprenderse mejor a sí mismo y «contar esa experiencia a los demás con un sonido no demasiado grave, a medias entre el humor y el dolor, entre el temor y la esperanza».

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