En Pola residía y se hallaba Milagros Valcárcel, la esposa de Ignacio Menaza, que se entera entonces del modo en que había sido muerto su marido. En la caja abierta de un camión estaban de pie los jefes y mujeres apresados. No llegaron a bajarlos. «Poco después, a ella sube Milagros (y otra mujer), encarándolos y preguntando varias veces airadamente enloquecida quién de ellos mató a su esposo, y ante el silencio de todos, inopinada y repentinamente, sacando de debajo del mandil una pistola ametralladora, dispara hasta vaciar el cargador (al igual que hace la otra mujer) y mata al comandante Berrocal, al capellán, también a dos de las enfermeras y a otros dos o tres, posiblemente ayudada por algunos de los enfurecidos compañeros de los milicianos muertos traicioneramente cuando conferenciaban con el enemigo. Una actuación inesperada, tremenda, lastimosa y muy fea, pero no organizada ni dispuesta. A quienes en el camión quedan vivos o malheridos (entre ellos una de las enfermeras) se los llevan en el mismo a otro paraje, mientras algunos milicianos reducen y retienen a Milagros (y a la otra mujer) y luego las apartan del lugar».
Un relato extenso y detallado el que hace el testigo Abelardo Fernández Arias (que Lala Isla incluye integro en su obra Las rendijas de la desmemoria), que contiene algunos pormenores también presentes en los que después los vencedores asimismo construyen («la hembra del Menaza» se incorpora más tarde –ya en Pola de Somiedo, y no antes en el puerto– a los hechos, y se mantienen su arrebato y su venganza y ser ella quien asesina al comandante y a las enfermeras), simples en su dramática brutalidad y sobre los que parece que se hubieran añadido los falsarios y escabrosos aderezos necesarios para fabricar mártires y mostrarlos y explotarlos como tales, y en el que con reiterada y total rotundidez se niegan las sevicias y torturas que en el de estos aparecen (no hubo –según él– ni voluntad ni ocasión ni tiempo para ellas; todo transcurrió muy rápido y de forma imprevista), y que, aunque no da cuenta claramente de la totalidad de lo acontecido y del final de todos cuantos a la postre fueron asesinados, que lo habrían sido en lugares diferentes y en tiempos distintos, cercanos seguramente algunos a aquellos en los que transcurre la ejecución que Milagros Valcárcel protagoniza, sí la da de lo que de ninguna manera sucedió, desmontando –aunque solo fuere en parte y en cuanto a lo contrastado de su narración– la versión franquista y el mito de las muertes de «las enfermeras mártires de Somiedo».
Según la versión que aún se mantiene en la zona, «compañeros del marido de Milagros le dijeron que habían capturado a su asesino, y añadió uno (parece que Genaro Arias) que en venganza lo iban a matar. Acto seguido le extendió una pistola, ella la cogió y fue a matarlo personalmente» (el día 28). El capitán Sánchez Ortega y los hombres de su compañía se habrían encargado del resto de las ejecuciones (declaraba el mismo Genaro Arias). Concuerda en lo esencial con lo anterior lo narrado por Abelardo sobre la ejecución del comandante Berrocal, y no lo hace lo referido a la de las enfermeras con lo que señalan otras fuentes a las que luego aludiremos, parece que más ajustadas a la realidad de lo sucedido. Abelardo mezclaba en su relato –con inexactitudes– de un solo acontecimiento lo que habrían sido dos episodios diferentes, y afirma que «las violaciones estaban muy prohibidas, y muy castigadas, en las Milicias republicanas, y no hacía ni ocho días que habían sido condenados a muerte y fusilados dos milicianos del destacamento de Somiedo que habían violado a dos mujeres en el monte». En el contrato que cada cual firmaba al alistarse en las Milicias, el sexto de los diez compromisos que aceptaba se refería al máximo rigor con que se sancionaban la embriaguez, el pillaje, la violación, la venganza personal, los malos tratos a las gentes de los pueblos ocupados, «y los demás actos que desprestigien y atenten contra la moral y los principios de la honrada causa del pueblo que defendemos».
Conjeturamos, en base a lo que en la narración de Abelardo Fernández Arias –y en otras– se refiere al modo en que se ajusticia al comandante, que pudiera haber ocurrido que la esposa de Ignacio Menaza (y otros), en un acceso de cólera y furor al haber asesinado a su marido hacía poco, creyéndolo responsable de ello lo ametrallan, y después, para protegerla y dejarla al margen de sus implicaciones, para encubrir el aberrante suceso (que iba en contra de las leyes y las convenciones de la guerra, que los gubernamentales –al menos teóricamente– valoraban y cumplían), y para teñir al menos de «legalidad revolucionaria» la ejecución del prisionero, se elabora la versión de la brutal muerte a machetazos de los dos milicianos emisarios (no ratificada por otros testimonios) para justificar la mortífera ira de Milagros.
Lo acontecido en ‘el copo’ del puerto de Somiedo, variando como lo hacen los detalles en las diversas narraciones, es en lo esencial incuestionable. Sobre lo que después sucede con los prisioneros en Pola de Somiedo existen numerosas versiones. Las de quienes dicen que lo vieron no concuerdan en las circunstancias (fruto quizá de memorias acomodaticiamente interesadas). También divergen entre si las confesiones de los interrogados a propósito por los franquistas jueces militares, en este caso porque el miedo, la supervivencia y el tiempo alterarán sin duda, conscientemente o no, sus recuerdos (apunta Mercedes Unzeta).
En el Sumario 247/38 contra la joven miliciana María Rodríguez García (de 16 años entonces) declara esta en su interrogatorio a finales de enero de 1938 que «se encerró a las enfermeras en una habitación del cuartel o puesto de mando de Pola de Somiedo (en la casa del médico Menendo Flores, según apuntan otros), donde pasan la noche, dándoles muerte al día siguiente, ejecutadas por ella y por otras dos jóvenes: Evangelina Arienza Ferreras (de 16 años, apodada ‘la Checa’, natural de Astorga o de Val de San Lorenzo; colaboraba en el semanario Iskra de la JSU; en 1937 moría su padre combatiendo en Peña Ubiña; después ella se exiliaba con su familia en Francia) y Dolores Sierra Rubio (de 17; evacuada a Francia con su madre y sus hermanas, retornaron a Cataluña –en Manresa, de tuberculosis, moría la madre– para volver de nuevo, haciendo allí su vida tras padecer algunos campos de concentración franceses), obligadas a hacerlo con amenazas de fusilarlas a ellas en caso de negarse, colocando a las tres enfermeras en fila y atadas entre sí con una cuerda por la cintura, frente a las cuales y a unos cuatro o cinco metros se situaban ellas, que a la voz de mando del comandante José Sánchez Ortega (natural de La Carolina, Jaén, y minero en Villaseca de Laciana, de 29 años, a la caída del frente norte escapó a Francia para retornar a la lucha en Cataluña; exiliado al país galo, allí fallecía en 1948 por la tuberculosis contraída en la guerra) dispararon los fusiles que les ayudaban a sostener en el hombro («haciéndoles también la puntería») este, su asistente Manuel Riego Cerecinos (desaparecido más tarde en el frente asturiano) y el sargento José Riera Braña (anduvo huido por los montes de Langreo hasta febrero de 1939, en que, el día 8, «lo capturan en una bocamina y lo ahorcan allí mismo con otros compañeros), los cuales fusilaban momentos antes (o después) a los dos falangistas puestos al lado de las enfermeras en el mismo prado (el llamado ‘de don Juan’), frente al hospitalillo rojo, en el que enterraron a los cinco ejecutados».
Afirma además María que «al ser apresadas se despojó a las enfermeras de sus capas, una chaqueta de astracán y una caja de aseo personal y adorno; que, formando el piquete todas a la fuerza, disparó ella sobre la enfermera rubia (Pilar Gullón), apartándolas luego porque se echaron a llorar, oyendo más disparos; que el suyo no mató a la enfermera, pues cuando a ellas las retiraron del prado aún seguía en pie; y que el comandante Berrocal fue muerto por Milagros Valcárcel de nueve tiros con la pistola que le facilitó el teniente Genaro Arias Herrero». Algún miliciano del Batallón 242 al ser hecho prisionero tras rendirse Asturias declarará también en noviembre de 1937 (en el Sumario 680/37 y «de oídas, pues no estaba presente») haber participado en la matanza de las enfermeras astorganas Milagros y Genaro (de 35 años, minero; capturado en el frente de Lillo el 2 de octubre de 1937 y condenado a muerte, lo ejecutaban a garrote vil en el patio de la Prisión Provincial el día 22 del mismo mes; en alguna declaración en el Sumario 523/38 que lo condena se afirma que «él y los del Comité presenciaron desde la carretera la ejecución de las mujeres astorganas y otros dos»).
Enloquecida, saca la ametralladora
José Cabañas llega con su relato sobre los hechos del Puerto de Somiedo que acabaron con la muerte de las tres protagonistas de su investigación –las llamadas enfermeras mártires– a los momentos cruciales, cuando la mujer de Menaza se toma la justicia por su cuenta
14/08/2022
Actualizado a
14/08/2022
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