Más pronto que tarde tenía que ocurrir. Y en mi camino, entonces, apareció Esperanza d’Ors con su encantadora sonrisa hacia la ciudad de León.
Fui a Madrid encantado de que, al llamar a su timbre, me recibiera personalmente y me invitara a sentir, como mías, sus palpitaciones artísticas. Me encontraba, la verdad, tan especialmente a gusto en su casa (protegido por el silencio sonoro de más de quince mil libros) y en su taller/estudio (donde los bocetos y esculturas recitaban poemas en la soledad… cantando maravillas) que las dos horas que estuve a su lado resultaron ser para mí los prolegómenos de un día inolvidable. Nos sentamos y, al mirarla, leí en sus ojos una gran admiración hacia todo aquello que lleve en su piel el calor que alimenta la llama de la cultura.
Dos palabras. Trece letras –«dime, Esperanza…»– fueron suficientes para sentir el calor y el avance pausado de su voz. Y con ella, al abrir la puerta de los recuerdos, me regaló una de esas sorprendentes anécdotas que hay que destacar por ser de «oro puro».
–En 1968 –me dijo– yo viaje hasta Friburgo de Brisgovia para participar en un curso internacional de literatura alemana contemporánea. El rector de la Universidad entonces nos invitó a un encuentro en el que participaban estudiantes de más de treinta países. El acto, en principio, consistía en saludar al alumno más próximo, al que debíamos decir el nombre y el lugar de procedencia. «Esperanza, de España» –le dije–, y la respuesta de mi compañera Jana Stehlikova –checoslovaca– me llenó de orgullo: «¡Oh, España! ¡Velázquez, Goya…!». ¿Tú crees que, en la actualidad, se repetiría esta anécdota? –y, sin esperar respuesta, añadió–. Durante siglos nuestra patria ha sabido llevar la bandera de la vanguardia artística sin ningún complejo de inferioridad. Y en nuestra historia del arte y de la cultura hay suficientes ejemplos de artistas plásticos, de músicos, de actores o de literatos que, a pesar del tiempo transcurrido, nos hacen sentirnos vivos con su herencia cultural. Pienso, por eso, que ninguno de los políticos que rigen nuestros destinos deberían cerrar los ojos a tan clara realidad. Incentivar nuestra valiosa condición sería una excelente herramienta para que no decayera jamás la exquisita imagen de un país culto; una excelente tarjeta de identidad para seguir ofreciéndola al mundo.
Y yo, claro, no podía estar más de acuerdo con las palabras de la artista. «La Cultura ayuda» (a sentir válida la condición humana). Lo he dicho decenas de veces en mis intervenciones. Por eso a nivel general y con el uso y disfrute de las artes (pintura, escultura, arquitectura, música, danza, literatura y cine), podemos protegernos de tanto ruido banal. ¿Qué hacer entonces? –le pregunté a Esperanza.
–Borges decía que «un artista es un amanuense del espíritu». Es un ser que cumple una función social única que, además de conmover, invita a la reflexión. El escultor Anish Kapoor, en una de sus visitas a Madrid, aseguró que «no tengo mensajes que ofrecer al mundo, pero tengo interrogantes. Trabajar en el estudio es una especie de ritual pensado para dejar que las obras se produzcan a sí mismas». Interrogantes, esa es la clave. El hombre se está deshumanizando y el arte tiene el enorme poder de reparar ese daño. Todos, como Ícaro, soñamos con volar muy alto sin reconocer que la caída puede ser mortal. Sin embargo, nos olvidamos de ser como Prometeo en la faceta civilizadora que hace posible desarrollar el destino, atado a la propia Tierra, que es el progreso. Nos creemos dioses, pero no: la ignorancia no es tan válida como el conocimiento, defendía Asimov.
–Has nombrado a Ícaro y Prometeo, figuras recurrentes en tu obra. ¿No es así?
–Utilizo los mitos clásicos como arquetipos válidos de la conducta humana. Genero con ellos diversas alegorías para contestar a tanto interrogante; una salida, en realidad, que nos permita pensar en nuestro destino. Ícaro, en mi obra, se puede entender como las ganas de volar más lejos, sin sobrepasarse; Sísifo representaría el esfuerzo baldío, y Narciso es el claro ejemplo para buscar en el espejo del alma la permanente búsqueda de la identidad.
–¿Son necesarios tantos desnudos en tu obra?
–Joan Miró decía que el artista no elige su estilo; es el estilo el que elige al artista. Yo comencé en el mundo del arte utilizando el barro como si fuera un juego. Hacía figurillas, como las denominadas ‘Pequeño hombre en el podio’, que llamaban la atención a familiares y amigos. Me hacían encargos para regalos. Les gustaba. Y poco a poco encontré mi estilo a la sombra del arte figurativo donde la persona, siempre, forma parte del centro del universo. Yo, que me formé como actriz, doy mucha importancia a los sentimientos. Los desnudos… Pienso que no son muy definidos e incluso con una tendencia a la ambigüedad. Desnudos, sí, pero cargados de voces, de metáforas.
–Hablemos de tus obras públicas en León: ‘Afrodita para Críticos’, en el hotel Alfonso V; ‘Los cuatro elementos naturales’, en el barrio de La Lastra, y ‘Camino de compasión’, en una de las tumbas del Cementerio.
–La ciudad de León la llevo en mi corazón. Y todo ello se debe al buen trato personal que me brindaron las personas con las que tuve que compartir horas y días. Con el poeta Ángel Fierro hice el libro ‘El Andamiaje de los Sueños’, y con Jaime Quindós y su mujer Sira la relación personal y la profesional se unieron para conseguir una gran amistad. Es curioso porque ‘Los cuatro elementos naturales’ se deben al empeño que puso Jaime en que la Cámara de Comercio e Industria de León se involucrara. Mi trabajo… Me inspiré en los míticos Prometeo, Sísifo, Narciso e Ícaro para poner, en sus manos, el fuego, la tierra, el agua y el aire, por ese orden. ‘Camino de compasión’ es otra historia que se inició en el año 2004. En realidad, es el boceto con el que participé en el concurso para realizar la escultura pública, homenaje a las 192 personas muertas en el terrible atentado terrorista perpetrado en Madrid, el 11 de marzo. Quedé finalista. Y la escultura, entonces, fue vista en varias exposiciones hasta llegar a manos de Jaime Quindós, quien dijo a su familia que se la pusieran en la cabecera de su tumba cuando le llegara la hora. El mejor homenaje que me pudo hacer por cuanto deseó que mi obra le acompañara para siempre en la eternidad.
Una obra espléndida, Esperanza, que a mí, ya ves, me inspiró el relato que publiqué en el libro ‘Un sorprendente paseo por León’. En cuanto lo leas, te pido, por favor, que me des tu sincera opinión.
El relato –para los lectores de este serial– es este:
«Un buen día, alejándome de los ruidos, en paz conmigo mismo e intentando traducir las tranquilas voces de los muertos a un idioma palmario, me acerqué hasta aquel jardín de tumbas y de cruces, de ramos de flores y de lágrimas que jamás se marchitan. Y de repente, sin previo aviso, una manifestación de almas, silenciosa y desnuda, salió a mi encuentro. Nadie decía nada y, sin embargo, alimenté con palabras las voces de su secreto: «nos dirigimos hacia la gloriosa y esperada eternidad».
Eran siete. Tres mujeres y cuatro hombres en formación que, dueños de la fría piel de bronce, se dirigían al Edén pisando un camino de barro. No iban muy alegres, la verdad, pero tampoco añadieron mueca alguna en su rostro al atravesar los charcos por donde habitaba tan de cerca el escándalo. Ojos de personas mojigatas que se hacían cruces al verlos pasar, y que se escondían, después, tras las sombras de las esféricas cuentas de un rosario. Su desnudez –para dejarlo claro– formaba parte de la principal virtud de su existencia. Que no la única. Desnudos nacieron y así decidieron continuar con el cambio a la nueva vida. Por eso, nada ni nadie –pensaban– les habría de detener ni obligar a clavar las rodillas en tierra en señal de penitencia. ¿Por qué habrían de hacerlo si, a conciencia y antes de iniciar la marcha, dejaron las puertas de su corazón abiertas y limpios los cristales?
Ajenos, en fin, a toda materia mundana, los siete seguían haciendo camino sin esconder los vaivenes propios de su perfecta anatomía. Y, como tampoco llevaban consigo relojes que marcaran o detuvieran los tiempos imperfectos, no les importaba alcanzar la meta tarde, muy tarde, sobrepasando incluso la llegada de la séptima luna. Su destino –bien lo sabían– se encontraba muy lejos del campo magnético de la tierra, pero iban –lo sé– en la dirección correcta: entre las montañas que rompían la horizontalidad del infinito mar de nubes, una luz, más potente que el astro rey, les servía de guía.
De todo ello –lo juro por la inmensurable energía que me otorgan los siete importantes chakras de mi cuerpo–, yo, solo durante aquella mañana en el cementerio de León, doy fe».
No habían transcurrido tres horas desde que finalizó el encuentro con Esperanza cuando recibí su correo: «Es un relato impresionante que me ha conmovido profundamente. Te doy infinitas gracias por tu hermosa lectura de este ‘Camino de compasión’, cuya historia ya conoces, hasta acabar acompañando para la eternidad a un tan querido e inolvidable amigo y benefactor, Jaime Quindós, que aun después de muerto, ha querido dejar escrito en el aire (tú lo has sabido leer) su sentido de la vida y su amor por el arte».
Nada más que añadir.