Esteban Tranche, entre volúmenes lineales

Por Gregorio Fernández Castañón

06/06/2024
 Actualizado a 06/06/2024
Las ranas no podían faltar en tan magna obra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Las ranas no podían faltar en tan magna obra. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Salir de casa con los zapatos limpios y los deberes hechos me da mucha suerte. Tanta que, a veces, me sorprendo de lo que van descubriendo mis ojos. En Armunia lo que me ocurrió es para enmarcarlo con oro y diamantes. Allí visité por primera vez a Esteban Tranche. Un artista reconocido internacionalmente, cuya sencillez me cautivó desde el mismo momento en que nuestras manos chocaron con fuerza. Y es que, viajando de acá para allá, por el mundo onírico de su taller creativo, las respuestas a mis insistentes ‘por qué’ no parecían incomodarle. Es más –y aquí está a punto de estallar la bomba–, me lo demostró cuando, de repente, me sorprendió con un «espera».


Esteban Tranche, de vuelta de una de las esquinas del ring y sin perder jamás la sonrisa, traía en sus manos un grueso cuaderno de pasta dura (creo recordar que de color gris). Lo abrió y me dijo: «mira».


Un gesto, uno más, de este hombre que hace con cada una de sus obras un hermoso poema visual. Un detalle único y especial que quiero compartir con todos vosotros, amables lectores de esta serie escultórica que, como bien sabéis, se alimenta con nombres propios. Personajes que, para bien o para mal, ante mi presencia, abren o cierran su corazón con el fin de que, desnudos (o no) de toda vanidad, expresen, o no, su calidad humana en todas las direcciones posibles. Y ante aquel gesto de Esteban Tranche, después de alabarlo en su justa medida y de recibirlo como uno de los mayores regalos que me han hecho en mi vida como divulgador cultural, me quité el sombrero. Tranquilos. El momento de explicarlo llegará tras este punto y aparte.


Lo que el maestro enseñaba a este intruso difusor-cultural –a mí mismo, para que se entienda– no eran unos bocetos cualesquiera, no, que lo que me estaba enseñando eran los resultados de lo que sin mirar veía y, allí, en los extensos valles níveos de las hojas de un cuaderno virgen, quedaban reflejados para su comprobación y estudio posterior. Vale. Es posible que, aunque lo he narrado con todo lujo de detalles, no se entiendan muy bien estas parrafadas de tinta. Por eso, retrocediendo unos pasos, vuelvo al punto exacto en que las palabras del artista, ahora sí, tienen todo el sentido (un secreto de amor hacia su faceta creativa).


–Mira. Lo que quiero decirte es que, en un momento determinado, ya sea que esté viendo un programa deportivo, de variedades o un simple noticiario… Aunque las imágenes que me lleguen (una guerra, un concierto, una película…) se produzcan a través de la pantalla de un televisor o, simplemente, admirando tras un cristal o al aire libre un paisaje real, lo que hago es coger un lapicero, abrir mi cuaderno y, sin apartar la vista del frente, dejar que sea mi pulso, en continuo movimiento, el que, como si fuera un pantógrafo, dibuje y manche lo que estoy viendo. Lo hago siempre con líneas que suben y bajan o se entrecruzan de izquierda a derecha, al dictado y criterio que imponen, en todo momento, mis propios sentimientos. El resultado es este que ves. Mira… (y agitaba las hojas, para mí, y las detenía, explicándome algunas de las imágenes, y volvía a iniciar el proceso). 


¡Dios mío! Aunque mil gallos, en coro, pretendieran borrar la evidencia con sus quiquiriquís delante de un dios de barro en una vigilia de noche, yo jamás dudaría de aquel estilo, tan personal, reflejado en el cuaderno gris. Por derecho propio, solo le correspondía a Esteban Tranche. Principio de un fin en la obra del gran maestro.

 

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‘La Laguna’ es la primera obra pública de Esteban Tranche. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Me convenció. Pero él no tenía muy claro lo que yo hacía allí, entrevistándole, haciéndole fotos y hablándole, en la menor ocasión e insistentemente, de sus… volúmenes.


–Yo, antes de nada, me siento pintor.


–Claro. Pero tus esculturas, que es a lo que he venido… Perdona. Continúa, por favor.


–En este cuaderno dispongo de varios ejemplos de lo que quiero y hasta dónde estoy dispuesto a llegar. Son dibujines, monigotes o, si prefieres, mandangas. Lo reconozco, pero cuando tropiezo con una imagen que me gusta, entonces la desarrollo, le doy más intensidad en el trazo o corrijo otros, hasta que… Como decía Picasso: «Basta ya; dejemos de hacer arte y conformémonos con hacer pintura». Yo pinto. Y en mi pintura las líneas son básicas, sí, pero en medio de ellas, en los vacíos, todos los matices son pocos para mi retina. Si toda importancia es de la luz, el tiempo y la mirada, adquirir conocimientos requiere la insistencia visual.


–Lo mismo te ocurre con tus esculturas –me atreví a decirle–. Los espacios entre las líneas o barrotes los pintan el cielo, la vegetación y las actividades cotidianas de los hombres o, lo que es lo mismo, la vida. Realidades, en definitiva, que el espectador va descubriendo si se lo propone. Y, puesto que citaste a Picasso, permíteme que yo también lo haga. «En mis cuadros –decía– aparecen las cosas que yo amo». Y en las pequeñas esculturas, que te estoy viendo en el estudio, en los bocetos que tienes colgados de la pared o apoyados contra el suelo, aquellos que has realizado con poliestireno expandido a la espera de… –situados en una repisa, cercana al techo–, o sobre todo en tu escultura pública ‘La Laguna’, disponemos de ejemplos… mil. Entre las líneas o barrotes que tú has diseñado, insisto, descubro mucho amor.


–¿Cómo? –se sorprendió el artista.

 

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Tanto en los cuadros como en las esculturas, su estilo es único. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Aquella laguna existente en Armunia con el tiempo desapareció. Se encontraba justo frente a la casa donde habitaba Esteban Tranche. Es más, un reguero saltarín dejaba, delante de su puerta melodías húmedas. Y la humedad llevaba con ella vida. Vida en la laguna y vida en el regato. Allí, en aquellas aguas, bebían las vacas y, en las aguas claras, lavaban la ropa las lavanderas. Agua relativamente estancada y agua que corría buscando llegar, cuanto antes, a su destino final. Durante los inviernos, los espejos de hielo, en la laguna, se convertían en pistas de patinaje para los niños. Y los juegos continuaban con la llegada de la primavera y en el verano, sin olvidar, eso nunca, el otoño. Ranas y renacuajos, zapateros, libélulas, mariposas, larvas y lombrices, insectos, pajarillos… Algas, musgos, espadañas, lirios, nenúfares, juncos…


–Supongo, Esteban, que tú recuerdes todo esto muy bien. ¿No es así?


–Claro. Cómo no lo voy a recordar, si yo era uno de aquellos niños. Cómo se va a olvidar el croar de las ranas; las más osadas se nos metían en casa. Había tantas que hasta Vicente, el practicante, cojo para más señas, se aprovechaba de ellas. Venía en su bicicleta. Se apeaba y tan solo con un sedal, al que le ataba en la punta un trozo de tela roja, se valía para llevar a la cesta de mimbre una suculenta cena de… ancas de rana. Aquella laguna, la verdad, como tú bien dices, tenía vida.


La vida y el amor de ‘La Laguna’ de Esteban Tranche lleva otra sinfonía que la ha de poner cada uno de los espectadores. Sus cinco metros de altura, de acero corten, fueron manipulados por otro de los grandes escultores que hay en León, Amancio González, quien actuó únicamente como asistente. Y esta ‘Laguna’ pretende recordar a la otra y lo consigue, salvo con una enorme excepción: la falta del líquido elemento, tan necesario para que el croar natural de las ranas, en sus cortejos, vuelva a aparecer en los conciertos nocturnos del estío. El resto, si se mira se ve o, al menos, se intuye. 


Hay en ella, en ‘La Laguna’, tres elementos que no pasan desapercibidos: el humano, el dedicado a la vegetación y el otro, el de los bichos. Dicho así, sin respirar, pudiera parecer una exageración. No lo es. Con total claridad, se ven… 


Veo siluetas humanas que cabalgan con el color del cielo en busca de un destino. Una escalera ayuda, y mucho, a subir a lo alto donde reinan los badajos del viento y se mueve una veleta que, al mismo tiempo, es un pájaro de larga cola, que revolotea en un nido metálico. Hay árboles y arbustos, tal vez fosilizados, pero ‘vivos’ en la mirada, y veo también insectos que llevan los calendarios metamorfoseados en sus ojos y el sabor del polen en sus antenas y alas. Allí descubro ranas que suben, bajan y saltan con deseos de refrescar su amor en el color que, ahora, lleva consigo el agua de la lluvia al salpicar el asfalto.


¿Veis? La obra pública en Armunia, de Esteban Tranche, mantiene viva la vieja laguna. ¡Bendito arte!
 

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