Es posible que algo haya llegado a las autoridades competentes sobre la amarga saga de los poetas Panero, que hayan visto las dos películas de ellos varias veces, que hayan leído las obras completas de los dos leopoldos y del otro poeta, las memorias y los cuentos de la madre y esposa, la tristemente llamada Felicidad Blanca, o, incluso, que hayan accedido a los melancólicamente escépticos artículos esparcidos del pequeño, y que, con todo dándoles vueltas en la cabeza, se hayan apiadado de ellos programando una alegre fiesta infantil de la muerte en la que fue su casa para el próximo día de difuntos.
Ellos eran mucho de la muerte, toda la película primera, la de Chávarri, ‘El desencanto’, está montada sobre la idea general de contrastar los relatos diferentes de la muerte del padre. El final de la segunda, la de Ricardo Franco, tiene lugar en el cementerio de Astorga y muestra el encuentro inesperado de los dos hermanos menores frente al panteón de sus antepasados. Michi cuenta, en ese momento de la película, cómo recuerda que sus tías limpiaban despreocupadamente los huesos, que flotaban en la tumba porque se filtraba el agua de la lluvia, intentando reconocer a qué familiar pertenecían. Luego, bromean con que quizá ya estuvieran todos enterrados sin saberlo.
Ahora que están de verdad ya fallecidos, por qué no habrían de correr los niños actuales disfrazados de cadáveres, esqueletos, diablos o almas en pena por donde ellos lo hicieron, por pasillos y estancias restauradas donde podemos visitar a sus espíritus en lata.
Eran tan horribles los hijos Panero que hasta podría haberles parecido bien el esperpento de Halloween pisoteando el escenario de sus recuerdos, aquella casa con pujos de palacio toda llena de muebles buenos y cosas bonitas, con un jardín precioso y una fuente escultórica en la que un infante sujetaba un gran plato de agua en su cabeza. Estaban tan rotos que hasta les podría haber parecido higiénico este disparate, los políticos locales de turno en su futuro ignorando su memoria, lavando al mundo de su paso lacerante.
Se lamentarían únicamente de no poder hacer caja con el último negocio familiar que fue, sustituyendo a la poesía de antes, la exhibición de su propia ruina.