Espera sentado en la cafetería Brasil, móvil en mano, quizá aprovechando la conexión que le brinda el establecimiento a merced de los fallos en su dispositivo. Lleva una de esas boinas que ya son parte de su uniforme. Se pide un cortado con callos –«típico en León», bromea–, a lo que acompañan el refresco y los champiñones de una servidora. Viene directo de hablar con uno de sus «personajes» para prestarse a un cambio de tornas. Esta vez, el tío Ful es quien se sitúa al otro lado de la grabadora.
Resulta que Fulgencio Fernández invirtió sus años universitarios en el estudio de la medicina. «Todos tenemos un pasado oscuro», bromea otra vez. Aquellos pinitos profesionales le sirvieron para introducirse en el periodismo con un suplemento de salud que elaboraba con su amigo Pedro. Fue él con quien arrancó una investigación sobre psiquiatría y genética, hasta que las malas nuevas llegaron a su vida con el fallecimiento de su compañero, de su «hermano». «Me quedé en el periódico y ya no volví a mirar atrás», recuerda: «Tampoco me arrepentí nunca, he hecho de todo y lo he pasado –y lo paso– muy bien; le doy la razón al que dijo que el periodismo era la forma más entretenida de ser pobre». No le hizo falta mucho tiempo para convertirse en el polifacético contador de historias que es hoy; con debilidad especial por la sección de cultura y, en concreto, por la literatura.
– Yo entendí desde el principio que el mayor patrimonio que tenía León eran sus escritores– explica sobre sus comienzos.– Entonces, irrumpieron en Madrid Mateo, Merino y Aparicio. Julio ya empezaba; de hecho, había publicado ‘Luna de lobos’ y ‘La lluvia amarilla’. A mí ‘La lluvia amarilla’ me parece un poema en prosa eterna– divaga un instante y menciona a Jesús Torbado, Eugenio de Nora, Ramón Carnicer, Elena Santiago y Margarita Merino.– Soy un lector empedernido de siempre y el privilegio de sentarme donde estuvo toda esta gente, el privilegio de poder contar con ellos...
No termina la oración para dedicar sus palabras a una de las múltiples anécdotas que ocupan su pensamiento y explica uno de sus contactos, todavía joven, con Luis Mateo Díez, casi por darle en los dientes a la sección de deportes, que «hacía gestiones» para poder hablar con un jugador de la Cultural.
– Yo dije que iba a llamar a Luis Mateo Díez; Cristiano Ronaldo en literatura. Fui a llamarle a él, no al jefe de prensa de la Real Academia. Así que le llamo, coge Mateo y dice: «Hombre, Ful, ¿cómo están las guajas allí por la mañana? ¿cómo sobrevivimos?». No es sólo que juegues en primera división, sino que esos personajes son de una cercanía... Con los escritores leoneses tenemos dos suertes; una, cómo son, quiénes son en la literatura; otra, cómo son ellos. No conozco un tipo más de andar por la calle que José María Merino.
Sus varias décadas dedicándose al periodismo que llaman «humano», avaladas por premios como el César Morán (1992) y el Francisco de Cossío (2000), entre otros, le permiten hablar con seguridad de otras ramas artísticas, como la escultura. Y hace mención del trabajo de Alejandro Vargas o José Carralero. «También los plásticos, que decían ellos», añade, y nombra a Antón, «hermano de Luis Mateo qu, como él pero en la escultura, siempre está haciendo lo que va a venir dentro de cinco años». No se olvida de Manolo Jular, Amancio y Uriarte y confiesa su sorpresa al descubrir la relación entre pintura, escultura y melomanía. Relata, como narrador que es, nuevas anécdotas que involucran a cerdos, banderas republicanas y composiciones de Mussorgsky y Wagner. Anécdotas que no deben desvelarse en su totalidad, pues merecen dejar al destinatario con ganas de más.
– Es un mundo fascinante el de la cultura– opina con una solemnidad austera que le viene innata.– Es un privilegio trabajar en esta sección.
– En ocasiones se pasa por alto lo insólito de que una provincia con malas cifras demográficas sea la cuna de tantos autores galardonados. Tenemos dos Cervantes. ¿Por qué sale tanta literatura de León?
– Entre las cosas que me ha permitido vivir este periódico– responde, de nuevo, con una de sus infinitas anécdotas.– En el año 90 o en el 92, en mi pueblo, a través del suplemento de cultura del periódico, organizamos un encuentro de literatura leonesa en el que había dieciséis participantes– entre ellos, Gamoneda, Pereira, Colinas, Mateo Díez, Merino, Aparicio, Mestre, Elena Santiago y varios más. Fulgencio enumera prácticamente a todos y cuenta que el planteamiento fue precisamente al que responde ahora él mismo.– Estuvieron allí tres días y a lo que más llegaron fue a la tradición oral y la memoria. El gran defensor fue Mateo, que decía que no había más solución. Hicieron un manifiesto que se llamaba ‘La infancia es la patria. La memoria, el gobierno’ y contaban que, después de hablar, todos habían aludido a la tradición oral.
El de Cármenes se apuntó a la idea.
– Para mí tiene todo el sentido esa teoría. Vivo de escuchar... Y de robar. A veces me preguntan «¿tú qué haces?» y yo digo que robo historias; me las cuenta otro y después las cuento yo. Y esa tradición oral entronca con el filandón y con una gente que cuenta muy bien las historias.
No tarda en referirse a alguno de sus «personajes» y acude a su prodigiosa memoria para sacar a relucir en la conversación términos como ‘anadamiao’, acuñado por Manuel, de Ranedo de Curueño, o ‘enlobecido’, acuñado por Enrique, «el de Canseco», que ducho en las victorias al tute, se despistó en una partida, provocando la reprimenda por parte de su compañero de juego.
– Entonces, se quedó Enrique mirando para él y le dijo «estás ‘enlobecido’»– y ríe a ojos abiertos.– Cuando le pregunto qué significa ‘enlobecido’, me dice: «Es el peor signo de maldad; significa que matas y no comes lo que matas, porque yo entiendo al tigre, ¡hostia! Que mata al bicho para comer. Es lo que llama Rodríguez de la Fuente la cadena trófica».
Le interrumpe levemente un camarero resuelto, que recoge los cascos mientras se dirige al periodista. «Primero las damas y luego ya los caballos de tiro fijo», le espeta. Ful sonríe. «¿Todo bien?», continúa el mesero. «Todo bien», responde él, que no tarda en continuar.
– Yo tengo especial pasión por los escritores que son poetas y no tanto por los escritores profesores, con los que está todo técnicamente muy bien contado– expresa tranquilo una reflexión que se nota bien meditada. – La palabra es la más bella, pero la del diccionario; igual no la más sugerente. En ese sentido, los leoneses son de gran imaginación.
Destaca la del último premio Cervantes, del que dice que «es muy bueno escribiendo, pero hablando después de cenar es un espectáculo». También, la de Pereira, del que guarda un recuerdo singular.
–En su casa tenía un despacho que da al patio de luces. Estaba allí sentado y decía: «Abre la ventana»– su rostro se traduce en sonriente a modo de prólogo para lo que viene. – Estabas viendo un patio de luces y te preguntaba: «¿Ves los barcos? ¿has visto los barcos? Está a punto de atracar un carguero ruso. Se ve allí abajo». Había un patio de luces y veía el mar– y el periodista regresa a su propia voz. – Es que son tipos muy especiales y el privilegio de trabajar con gente así es impagable.
–Y, ahora, ¿corren buenos tiempos para las letras leonesas?
–Yo creo que sí para los nuevos caminos de la literatura– duda un segundo. – No lo sé, me sobrepasa todo este mundo de las redes sociales–y recuerda cómo uno de sus últimos entrevistados, «el último capador», le contaba que su nieta era famosa en TikTok: – cuando él habla de la nieta, no sabe de qué está hablando. Te empieza diciendo: «Ni entre todos los gochos que capé en mi vida gané lo que gana ella en un mes, pero no sé lo que hace». A mí me pasa un poco eso.
Aun así, la cabra tira al monte, como el tío Ful tira al pasado.
– Lo que me da mucha pena es que se muera toda esta generación de lujo, del ‘boom’, que ya anda por los ochenta– y añade de ellos que resaltan por su «lucidez».– Los hemos dejado pasar; ese carro ha pasado, han estado en los periódicos, pero no están en ningún lado. Aquí hubo una Feria Internacional del Libro que tenía todos los apoyos oficiales de Madrid y nos la cargamos por batalla– reseña:– El día de la presentación, yo presencié cómo discutían tres políticos por quién se sentaba en un sitio o en el otro. Esos autores, esos personajes deberían haber sido una industria, la industria más potente que hemos tenido. Y no hemos hecho nada con ellos. Me parece terrible.
– Últimamente, varios festivales y otras iniciativas en León han contado con la presencia de Mateo Díez, Merino y otros.
– Sí, en los foros, pero cuando tú cuentas con un gran escritor para que haga patria de eso que es, de gran escritor, no es bueno contaminarlo sobre leonesismo, antileonesismo o castellanismo– habla del tirón.– Esa tendencia a ir a la ruindad de lo grande es un poco cansina. Mi meta siempre ha sido no buscar la ruindad de las cosas; que viva ahí, que exista ahí, porque la ruindad, cuando la das visibilidad, la alimentas. Porque el ruin quiere que se hable de él aunque sea malo.
Acostumbrado como está a hablar –a escribir– de otros y desde el punto de vista de otros más que de sí mismo, acompaña muchas de sus oraciones de parafraseos. No esconde su añoranza por tiempos remotos en los que la vida y las historias parecían menos «contaminadas» y el mundo resultaba un lugar menos ruin. Y todos esos escritores a los que recuerda y parafrasea, este viernes están más cerca que nunca de este leonés, pues el colegio Marista Champagnat homenajea a Fulgencio en su nuevo Día de las Letras Leonesas.
–Me sorprendió mucho– confiesa sobre el anuncio.– Yo había cubierto la información del Día de las Letras casi desde que empezó y nunca se lo habían hecho a nadie que no fuera un escritor al uso– y, con todo lo que cuenta y por todo lo que sabe, la sorpresa resulta de ser testigo de la suya.– Ahí estuvo Luis Mateo, estuvo Merino, ahí estuvo Julio Llamazares, Elena Santiago... De un lado piensas «¿qué pinto yo aquí?». Y, de otro lado, me acordaba de un poeta muy simpático que es albañil– y escucharle es sinónimo de preguntarse cómo es posible atesorar tal número de anécdotas, recuerdos y oraciones sin atisbo de duda aparente.– Es un tipo muy entrañable y, con todo lo que gana de albañil, edita libre. Una vez me llamó desde Vitoria para decirme «ya no puedo llegar a más en el mundo de la literatura». Se apellida González. Y dice: «Acabo de entrar en una librería y estoy colocado en la estantería entre Delibes y Galdós... No sé si se le puede pedir más a la literatura». Y yo le dije que no, no se le puede pedir más. Y me acordaba de eso. ¿Se puede pedir más que estar donde estuvo toda esta gente?
Durante toda la mañana, autores, docentes y alumnos del centro escolar son compañía del periodista y autor en su propio homenaje. Un evento en el que no faltan coloquio y acto literario, aunque, dos días antes, todavía no tiene claro de lo que hablará.
–Si lo pide el sitio, de la etapa escolar– despliega su abanico de posibilidades.– O, a lo mejor, de la figura de las mujeres– hace honor a su publicación ‘Leonesas y pioneras’.– De lo que ellos quieran, o de los personajes, del periodismo y su doble faceta, la literatura y la provincia... O la gente de la provincia, ese otro patrimonio que tenemos sin aprovechar.
Callos y champiñones ya están fríos. Lo de comer ha quedado atrás navegando por unas historias que describen tanto a la provincia como a quien las cuenta. Historias que emanan de una mente que también es fuente de sabiduría. Una que dice «robar» a la gente las suyas, sin caer –gajes de esa humildad que parece caracterizarle– en que lo que verdaderamente hace es dar voz como nadie a una tierra y a su paisanaje, convirtiendo a todos sus lectores, oyentes y espectadores, en sobrinos felices del inolvidable tío Ful.