Gaudí vs. Unamuno (dos genios solitarios)

Por José María Fernández Chimeno

08/01/2025
 Actualizado a 08/01/2025
Miguel de Unamuno (impartiendo una conferencia).
Miguel de Unamuno (impartiendo una conferencia).

«La soledad es independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo frío en el que se mueven las estrellas».
(‘El lobo estepario’ (1927) / Herman Hesse).

Nadie debería sentirse culpable por desear unos minutos de soledad, pero esta experiencia solo puede ser positiva si la hemos elegido, si no nos ha sido impuesta. Tal sostienen los psicólogos actuales, pues, ante la mala reputación que tiene la soledad, aconsejan tomarse un tiempo prudente de, por ejemplo, introspección filosófica o retiro espiritual. Quienes creen que no necesitan «mirar a su interior» es posible que tengan verdadera aversión a enfrentarse consigo mismos.

En semejantes términos se expresó Miguel de Unamuno, cuando, en su ensayo titulado ‘Soledad’ (1905), advertía: «No hay más diálogo verdadero que el diálogo que entablas contigo mismo, y este diálogo sólo puedes entablarlo estando a solas. En la soledad y solo en la soledad, puedes conocerte a ti mismo como a prójimo…». Esa necesidad de estar a solas contrasta con la visión del psicoanalista Sigmund Freud, que nunca habló de la soledad en sí misma; y solo hizo algunas alusiones indirectas a ésta (1916-1917) en relación con el miedo a la oscuridad y a la soledad, como cuando escuchó a un niño decir «tía háblame, tengo miedo».

Este contraste de pareceres, entre el médico y neurólogo austriaco que trata la soledad como una dolencia psíquica (impuesta), y el escritor y filósofo español que ve en esta una oportunidad para la creación artística (elegida), tuvo ocasión de medirse en un desafío verbal. Estos dos tipos de soledades se «vieron las caras» ante un escenario descomunal, el de la fachada del Nacimiento de la Sagrada Familia de Barcelona, en una fría mañana otoñal del año 1906. Por otro lado, los dos contrincantes dialécticos, Antonio Gaudí y Miguel de Unamuno, ya arrostraban la reputación de «genios solitarios».

Pero, antes de descubrir el resultado de este «encontronazo», veremos sucintamente el perfil de cada uno de ellos. Gaudí, frisando los 54 años, aun no se había dedicado en cuerpo y alma al templo expiatorio de la Sagrada Familia (esto sucedería en 1914, tras quedarse solo en la vida, con la muerte de su sobrina Rosa Egea, en 1912). En su vida solo existían albricias y reconocimientos: en ese año se construía la Torre Bellesguard y la Casa Batlló, y por fin se instalaba en una casa de su propiedad situada en el Parque Güell, construida por su ayudante Frances Berenguer i Mestres. Pero la muerte de su padre Francesc Gaudí i Serra a los 93 años, en 1906, le sumió en el inconsolable dolor por la pérdida de un ser muy querido. En consecuencia, la residencia en la que viviría hasta 1925, pocos meses antes de su muerte, se convirtió, al poco tiempo de estrenarla, en la casa vacía (solo en compañía de su sobrina, con problemas de alcoholismo) que le llevaría a una «soledad impuesta».

Antonio Gaudí i Cornet (1852-1926), Miguel de Unamuno (1864-1936) y Joan Maragall (1903) (poeta catalán).
Antonio Gaudí i Cornet (1852-1926), Miguel de Unamuno (1864-1936) y Joan Maragall (1903) (poeta catalán).

Toda vida humana suele pasar por momentos de crisis. Antonio Gaudí la padeció entre 1893 y 1894, saliendo su carácter fortalecido con las predicas del obispo de Astorga Juan Bautista Grau y del doctor Torras i Bages: «El dotor le exhortó a que dejara la rigurosa abstinencia (remedo de la que los eremitas practicaban en la Tebaida berciana), y con más motivo en su caso, pues el designio de Dios para él era otro: que se dedicara en cuerpo y alma al Templo de la Sagrada Familia. Gaudí recuperó la voluntad de vivir y se iluminó su semblante, levantándose de inmediato». [ver artículo publicado en LNC: ‘Gaudí, en el Camino de Santiago’ (22-08-24)]. Muy diferente fue el caso de Unamuno. Hacia 1895 empezó a incubarse en él una crisis de fe religiosa que trajo consecuencias. Dos años después, en su retiro de Alcalá de Henares, durante la Semana Santa de 1897, busco la «soledad deseada» y dejó constancia en su ‘Diario’ de la crisis existencial que le abrumaba. «Me he pasado los días, escribe, en juzgar a los demás y en acusar de fatuidad a casi todo el mundo. Yo era el centro del Universo, y es claro, de aquí ese terror a la muerte. Llegué a persuadirme de que muerto yo se acababa el mundo».

Un año antes de su encuentro o «encontronazo», cuando se publicó ‘Soledad’ (1905), el ensayo que da título al libro, Unamuno ya tenía mala fama en Cataluña por sus comentarios ácidos sobre Barcelona: «En esta esplendida ciudad, de magnificas fachadas, que parecen construidas para asombrar y deslumbrar a los visitantes y huéspedes, el tifus hace estragos por falta de un buen sistema de desagüe. Y ello, se comprende: las fachadas se ven, el alcantarillado, no». En aquella época no gustó nada a Marcelino Domingo Sanjuán –más tarde, ministro de Instrucción en la República–, que, en el semanario La Cataluña, le respondió con ásperos reproches: «Unamuno es un solitario profesor de griego, un inútil maestro de una lengua muerta».

Y volviendo al año 1906, a Unamuno le acomete otra vez la neurosis de angustia (que varía en su gravedad desde períodos de agitación moderada hasta estados de profunda ansiedad, caracterizados por una gran tensión). Si a ello añadimos que por esas fechas Gaudí se hallaba sumido en un estado de angustia depresiva por la enfermedad y posterior muerte de su padre, tenemos, sino la escusa al menos el atenuante de aquel «encontronazo» al que he aludido.

Sucedió en el segundo viaje de Unamuno a Cataluña, entre octubre y noviembre, siendo Rector de la Universidad de Salamanca (1ª Época: de 1900 a 1914). Acudió invitado por su amigo el poeta catalán Joan Maragall –con el que había mantenido una fluida relación epistolar– a dar una conferencia en el Ateneo Enciclopédico Popular, donde disertó sobre economía, religión y la situación general del país. Estuvo tres semanas, y tuvo oportunidad de desplazarse hasta el templo en construcción de la Sagrada Familia, para ver el curso de las obras que causaban gran admiración a partes iguales con el más absoluto rechazo; teniendo la oportunidad de conocer al arquitecto director. Maragall y Unamuno se habían citado con Gaudí frente a la fachada del templo a las once de la mañana. El arquitecto les aguardó sobre una media hora. Le pareció una tardanza excesiva y se volvió al taller a seguir con el trabajo. Al fin aparecieron y, tras las presentaciones de rigor, Gaudí se dirigió a él en catalán, a lo que Maragall se ofreció a ejercer de traductor, pero Unamuno dijo saber lo suficiente del idioma como para entenderle. Luego bajaron a la cripta y el Rector observaba el Modernismo sin entender nada. Nunca le gustó, ni en las letras ni en el arte. Dentro de ese lugar telúrico, pudo llegar a suceder este diálogo:

Imagen de la Catedral de Barcelona (lugar donde Gaudí se dedicaba a orar).
Imagen de la Catedral de Barcelona (lugar donde Gaudí se dedicaba a orar).

–¿En qué se inspira usted para diseñar esas extrañas formas curvas?
–En las matemáticas (la geometría)– alegó Gaudí.
–¿Cómo así? Nunca he entendido el arte como números– inquirió un tanto escéptico Unamuno– Pero he de confesar que de eso sé poco.
–Pues no entiendo como usted puede eludir las matemáticas -respondió malhumorado Gaudí–. Si desea ser un buen filósofo debería mirar a la Grecia clásica, los filósofos dominaban las matemáticas.

Ante el estupor del poeta, ambos «genios solitarios» debieron olvidar que: « […] 'El hombre cauto medita sus pasos' pero ha de morderse la lengua muchas veces ante la intolerancia e ignorancia de la gente…, y Gaudí no solía callarse, como se comprobó en el «encontronazo» que tuvo con don Miguel de Unamuno en 1906…». [artículo publicado en LNC: ‘Gaudí. El poder de las imágenes 2ª Parte’ (22-06-22)] Salieron al exterior y frente a la fachada del Nacimiento Maragall trató de amainar los ánimos alterados.

–¿Qué os parece, amigo Unamuno, este despliegue de creatividad?– inquirió solo por cortesía.
–No me gusta nada– respondió el catedrático a Maragall, sin cortarse un pelo– ¡Me da pavor!
–Ustedes, los castellanos no entienden el arte– le espetó Gaudí a punto de soltar un exabrupto.
–Yo no soy castellano, soy vasco. Lo sabría usted si hubiera leído alguno de mis escritos.
–«Los escritos que de usted conozco me hacen el mismo efecto que las casas pobres, aparecen toda suerte de mondaduras y detritus, ripios y escorias de todo lo vulgar y común. Pero en los escritos de usted aparece siempre uno que otro retazo de seda. Es la basura de la casa rica, a la cual fueron a parar los recortes del vestido de la señora, al cortar el vestido la hábil modista de dedos magos». 

Aquella pelea de ególatras, que más parecía la de dos exaltados púgiles, acabó de forma inesperada. Así lo describe magistralmente Rafael Marquina en el semanario La Gaceta Literaria: «De pronto, en medio de aquel diálogo leve, casi eterno, entre unas figuras casi de leyenda, en una campana, oculta y estremecida, suena el Ángelus. Gaudí interrumpe la conversación… (y se excusó para rezar. Acabada la oración, les dijo alejándose de ellos) 'Alabado sea Dios. Buenas tardes tengan ustedes'».

A partir de aquel momento, Unamuno ignoró la obra de Gaudí y este despreció la literatura de Unamuno. Tan solo en un artículo se refiere al arquitecto muchos años después. Con fina ironía lo tituló: ‘Las líneas rectas del arquitecto Gaudí’. De volver a encontrarse en el «camino de la vida» estoy seguro que aquella conversación sería otra muy distinta, quizá la de dos «genios solitarios» hartos de discutir por «diálogos leves»: «Déjame, pues, que huya de la sociedad y me refugie en el sosiego del campo, buscando en medio de él y dentro de mi alma la compañía de las gentes», podría decir Gaudí a Unamuno, y este le respondería: «Créeme que la soledad nos une tanto cuanto la sociedad nos separa. Y si no sabemos querernos, es porque no sabemos estar solos» (‘Soledad’/ Miguel de Unamuno).

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