Los que no somos del todo de ningún sitio, porque a la fuerza hemos vivido en varios y la ascendencia se nos ha borrado bastante, rara vez defendemos encendidamente un lugar o un paraje o unas calles o un monumento concreto. Para sentirse con autoridad en la defensa de cualquier cosa pegada a una tierra hay que tener un arraigo fuerte, una raíz poderosa, una familia larga de nombres raros o muy repetidos por la zona o, al menos, alguna militancia. Los que no nos sentimos del todo de ningún sitio solemos buscar rincones poco transitados y medio abandonados en los que se pueda respirar sin pertenecer a nada. Casi siempre se trata de espacios olvidados que aún guardan rastros de belleza, es decir algo en proceso de ruina. Esos lugares son producto de la labor del tiempo y van quedando liberados de todo y en manos de nadie. Las grandezas pasadas dejaron, por aquí y por allá, buenos sillares ahora tranquilos, lujos medioquebrados, esplendores descascarillados a la intemperie que los simples mortales de ningún sitio pueden disfrutar, con siglos de retraso, en su estado cochambroso, en los momentos previos a su desaparición. En cierto sentido y aplicado al urbanismo, a la ciudad, estas ruinas mágicas son como los objetos que llegan al Rastro, donde las cosas, nobles antaño, hacen una parada antes de irse al cubo de basura para ofrecerse a quien quiera disfrutarlas viejas, ya de tercera o cuarta mano, pues su juventud fue de otros, los dueños, los poderosos.
Algo así parece que ocurre con la Plaza del Grano, gran escenario de la reunión del agro intramuros otrora y, con la decadencia del mismo, olvidada. Lugar enigmático, silencioso, solitario, como parado en el tiempo para nada, para nadie, como a punto de quebrarse, como expuesto en el Rastro de los tiempos para que lo veamos los de ningún sitio antes de que se vaya a ningún sitio.
Cuando uno empezó a conocerla en los años ochenta era un territorio vedado, tomado por los drogadictos, enajenados a cualquier hora, pedigüeños siempre o asaltantes bastantes veces, que fueron, poco a poco y tristemente, desapareciendo a medida que iban muriendo casi todos. Luego, ya en los noventa, pocos se acordaban de ella porque era tosca y pueblerina y demasiado parada en el tiempo y aburrida. Una noche vinieron a rodar unas secuencias de ‘La Fuente de la Edad’, la novela de Luis Mateo Díez que iban a llevar al cine, y reparé en ella. Creo recordar, o lo imagina mi deseo de poesía, que hicieron lluvia artificial y las piedras todas se lavaron y apareció el verdín de la tierra entre ellas.
Así empezó uno a asomarse a esa plaza y a ver cómo se espesaba el tiempo en una o dos terrazas, primero en la de la Piconera y, ahora, en la del Grifo. Desde ambas viendo la cantera de piedras rodadas por los ríos paradas allí sobre la tierra esa, las hojillas de hierba naciendo de entre ellas, los dos descomunales árboles cuyas raíces curvan el pavimento entero, los caños que manan agua, el abundante pilón donde se estanca, la trasera de la iglesia siempre de espaldas cuya fachada custodian las más bonitas esculturas de la ciudad nuestra, esos leones cabezones, melancólicos, perezosos, blandos y hasta carentes de dientes. También, cómo no, mirando los portalillos de vigas torcidas, el escénico crucero, la entrometida casa del siglo XIX con sus preciosas ventanas saeteras y el renqueante viento enredado de silencios en las celosías de las monjas.
Es ahora, en estos últimos años, cuando todas las obras del país y hasta de Europa se han parado con la dura crisis, cuando le apetece a la piqueta meterle mano, hormigonar su suelo natural de tierra, quitar la primavera que le nace entre los cantos y deshacer la planta suya, dibujada de hoja de árbol para desaguar las lluvias.
No estaba mal como la dejaron estos últimos meses, después de las protestas que aplazaron la obra, más abandonada que nunca, con vidrios rotos en los huecos de tierra perdida afilándose al sol para espantar más al transeúnte. Con toda la porquería imaginable, desflecada, calva a corros, los solitarios encontrábamos así más soledad en ella. Fue en este periodo cuando le contaron a uno la historia más bonita de la plaza dormida: En los años ochenta, una cuadrilla de obreros la levantaron entera, poco a poco, recolocando la tierra y posando las piedras a mano, una a una, por hiladas, una o dos cada jornada, y lo más bonito de todo, que la putas del barranco salían de su callejuela a vigilar por la noche que nadie pisara el paño removido ese día.
Uno no sabe muy bien qué harán en las obras que ya comienzan en breve pero se hace a la idea de perderla. Es cosa común la gentrificación en todas las ciudades del mundo: Una zona deprimida y céntrica se remoza de forma cosmética y el milímetro cuadrado eleva su precio exponencialmente al tiempo que sus moradores son desplazados. En este caso los que se tienen que ir somos unos pocos solitarios, unos nostálgicos, los de ningún sitio.
Es muy probable que nuestras autoridades tan sólo quieran hacer más cómoda esa maravilla del tiempo detenido sin destruir su magia ni su memoria, pero no se dan cuenta de que la mejor conserva fue el no tocarla.
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