Era algo más que un simple vendedor de hilos. La pequeña mula torda en la que cargaba los dos cajones con hilos y aquel hombre, alto y delgado, de marcadas ojeras, eran para Amparo mucho más que un hombre y su acémila. Ambos tenían la apariencia de un sueño hecho realidad. Sabía que su hermana Daría, como muchas otras mujeres del pueblo, estaba enamorada de él. A ella misma no le hubiera importado que, a pesar de ser solo una niña, la mirara alguna vez como miraba a Daría. La mirada encelada de un perro que aguarda una señal de acogida de aquella modista para ponerse a mover el rabo, o en su falta, a abrir los cajones sobre el carro que no utilizaban y desplegar su increíble surtido de hilos. De distinta calidad: de seda, algodón o poliéster; de diferentes grosores: hilos extrafinos, normales, torzal…; de todos los colores para que las costuras quedasen perfectamente integradas en la tela; de diferentes tipos: los normales de hilvanar, indicados para toda clase de costuras, los de coser a máquina o los destinados a primorosos bordados… Un mundo que brillaba con luz propia mientras los dos cajones permanecían abiertos. Cuando los cerraba todo se volvía pesado, gris, aburrido. Dejaba de ensalzar su mercancía, callaba y se despedía plegando seductor sus finos labios de vendedor de sueños y levantando ligeramente la ceja derecha. Daria le veía alejarse con su mula en dirección al puente y entraba en casa suspirando, con la mirada perdida. Idéntica mirada apagada a aquella con la que cosía a máquina y hacía todo, como si la vida se le hubiera ido con el vendedor y solo regresara a ella el rato que permanecían juntos. Amparo se preguntaba qué pasaba en aquel tiempo por la cabeza de su hermana, si es que pasaba algo. Lo más seguro es que rumiara una y otra vez las palabras que había intercambiado con él, las anécdotas que se prodigaban en su charla, el tono burlón de algunas observaciones hechas por encima sobre sus clientas – Daría era tan ingenua que no podía imaginarse que también ella podía ser blanco de la ironía del vendedor de hilos –, los vivos recuerdos de sus correrías fuera de la provincia … Hasta la madre de Amparo, Atanasia, tan austera, parecía disfrutar con la presencia de aquel encantador de serpientes. Desde la ventana de la cocina observaba los devaneos de su hija Daría con una sonrisa cómplice, como si no le hubiera importado estar en su lugar. Solo Rafael, el hermano sordomudo de Atanasia, quizá porque era un hombre, parecía inmune a los encantos del vendedor. La verdad es que apenas coincidían alguna vez. Pero cuando eso ocurría, Rafael adoptaba una actitud de inquina, de un rechazo visceral, el mismo que le había inspirado su padre maltratador. No porque se lo recordara, sino por uno de esos caprichos ciegos y apasionados del corazón. Nadie parecía darse cuenta de aquella manía excepto Amparo. Después de preguntarse por las razones que tendría su tío para odiar al vendedor de hilos, llegó a la conclusión de que debía sentir envidia, porque Rafael era escuchimizado, y porque, además, seguramente, estuviera enamorado de su sobrina, a lo que habría que añadir que no pudiera hablar y que todo lo que salía de su boca fuera algo parecido al lenguaje gutural de aquel mono que Amparo había visto en una atracción de las fiestas de Astorga. Existían claros indicios de ese probable enamoramiento que no escapaban a su mirada atenta. Cierto arrobamiento en la forma de mirarla, agacharse a recoger con prontitud cualquier cosa que se le caía al suelo, ofrecerle solícito parte de su comida … Aunque quizá solo fuesen señales de deferencia de Rafael hacia su sobrina preferida, la misma que hilvanaba con remiendos, difíciles de ver, los sietes en sus pantalones, usando alguno de los hilos que compraba a quien un día podría arrebatársela, dejándolo sin aquellos ojos de mirada mustia que tanto le gustaban y decían.
Lo más leído