Decir ‘La Montaña’ era como nombrar un Paraíso Terrenal a la medida del ser humano. En primavera, se adecentaban las fincas, se sembraba el pequeño huerto familiar, se colgaba la chaqueta de pana en el perchero y se domaban las novillas doblenas.
En verano, se picaba la guadaña y se segaban los prados hasta dejarlos como monzos ronderos. Y se trillaba el cereal, las lentejas pardinas y los garbanzos. Y venían los emigrados, como gata a bofe al amor familiar, o como oso a colmenar.
En otoño, pues se podaban los robles, se sacaban las patatas y se traía la leña para la invernía. Pero también se daba tierra cristiana al fallecido.
En invierno, pues se le echaba la pastura a las vacas, se rezaba el Santo Rosario en familia y se recordaba a los difuntos. Y, ¡a la hila!, a oír novedades, contar cuentos, preparar casorios y así.
¡Una vida pacífica, sin pena ni gloria!
Pero, de pronto, ¡zas!: se le hinchaban las narices al PANTANO DE LA REMOLINA, y el agua tiraba valle arriba hasta meterse por el YUSO en Boca de Huérgano; a entrar por el ORZA en Vegacerneja; y a trepar por el ESLA en el asentadero de Burón.
Y así fue como nos dieron por el culo sin contar con nosotros. Pero se fue descubriendo que, con frecuencia, el PROGRESO se torna RETROCESO.
Como con la expropiación forzosa se contó con algún dinero, el tío PRUDENCIO compró en la ciudad un apartamento suficiente y en el se metió con la PRISCA, su adjunta, que ya había comenzado a ponerse ofensiva como las moscas perreras.
Pero, como el RECUERDO y la AÑORANZA ni se venden ni se compran, cada quiste ha de cargar con el suyo.
Pero el tío PRUDENCIO no conocía lo que la egipcia KIPA le decía a su hijo SINUHÉ:
«Rico no es el que posee oro y plata,
sino el que se contenta con poco».
Ya de asiento en la ciudad, por culpa del pantano, y con su pensión de jubilado, después del ‘retestero’ de la siesta patriarcal, el tío Prudencio acudía a aquel parquecillo querencioso que tenía bolera para recordar su pueblo natal. Y ya ganara o perdiera la partida, soltaba aquella especie de sentencia filosofal:
– ¡A mi, que me quiten lo ‘bailao’!
Y se quedaba más ancho que unas portilleras.
El tío Prudencio era ancho de espaldas como un trillo; tenía voz de pozo artesiano y andaba pinado como el ‘mayo’ de un cantamisano. Y no se amostazaba ni cabreaba por nada, ya hiciera sol o amenazara el nublo. Pasara lo que pasara, él:
¡QUE ME QUITEN LO ‘BAILAO’!
Era entonces cuando le decía el del Bierzo, que era tuerto y nunca se sabía para qué punto cardinal miraba:
– Prudencio, ten presente lo que reza el refrán:
«El Amor y la Luna se parecen:
menguan cuando no crecen».
Pero el tío Prudencio, como siempre:
– ¡QUE ME QUITEN LO ‘BAILAO’!
Era entonces cuando la Prisca le metía las narices en la cara y le espetaba:
– ¡Cállate de una vez y deja ya de decir refiletes, que siempre llegas al humo de las velas!
Sucedió al poco que, si salía por allí a dar una vuelta, no era quién a volver a casa. Y a la Prisca, su mujer, la llamaba Natalia, como a aquella rapacina de trenzas que tanto le gustaba cuando iban juntos a la escuela; y él comía el rescaño de pan de la merienda a la puerta de ella.
Luego pasaba que se la buscaba por los bolsillos de los pantalones y, como no se la encontraba, pues se meaba encima y su bragueta parecía un llamargo.
Y se le apoderó el alzheimer, y la tembladera, como cuando el viento del norte marea los chopos más altivos.
Fue una tarde de otoño amarillo que se caía al suelo cuando los familiares lo metieron, ‘a entregar la cuchara’ en la RESIDENCIA EL PORVENIR, que así de claro lo ponía en el cartelón de la entrada.
Y así fue como al tio Prudencio le QUITARON LO ‘BAILAO’, porque ya no le quedaba más alfarería.
Y el refranero seguía proclamando su dogma de fe:
«El muerto al hoyo,
y el vivo al bollo».
Y yo le pregunto a ustedes:
¿No será la SOCIEDAD DEL BIENESTAR UNA MENTIRA?
¡Cualquiera sabe!
El hombre al que le quitaron lo ‘bailao’
Un relato de Saturnino Alonso Requejo
19/01/2025
Actualizado a
19/01/2025
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